Canto a Sevilla desde el exilio

Canto a Sevilla desde el exilio


No ha sido la primera vez que he estado lejos de mi amada ciudad, pero sí el periodo más largo. Y el más triste. Esta pandemia se ha llevado por delante muchas cosas. Demasiadas. No vengo a llorarles mis penas, de eso vamos todos sobrados, ni contarles mis anhelos, pero sí busco reciclar la honda melancolía que se me agarra en el pecho y me acongoja. Una forma de expiar mi morriña y compartir una Sevilla bajo mis ojos. Acompáñenme, se lo ruego.


No pretendo asemejarme al gran Bécquer, ni Vicente Alexandre, ni Nicolás Salas o Jose María de Mena. Mi humilde persona ha vivido otros tiempos y mi prosa es más mundana y menos formada. Yo he visto una Sevilla íntima, quizás distinta, que no mejor. Un vergel en primavera que con frecuencia torna en caldera en verano, suspiro en otoño y promesa en invierno.


He paseado por su rio lloviendo a mares durante la soledad de la noche y he visto como las luces del lugar parecían estrellas que iluminaban mi camino mientras la negrura del rio me enseñaba que la naturaleza no se puede domar. He visto el bullicio de los negocios en la mañana y el silencio del casco histórico en la noche. He vivido el desprecio y el Amor, he brindado por la vida y llorado a escondidas la muerte. Sus adoquines son una extensión de mi andar, sus iglesias, un emblema. ¿Quién no se guía por Sevilla por sus bares y/o sus Iglesias? Las collaciones son el germen de los barrios, el centro donde partió todo, y el santo y seña del sevillano de pro. Creyente o no.


No deja de estremecerme la visión de la torre soberana de Sevilla, su pasado como puerto de Indias representado en tantos edificios, existentes ahora o no. Pero no sólo es arquitectura, son los detalles como la luz lo que da la magia. Utilizando la memoria, puedo ver el azul del cielo primaveral, tan intenso que pocos lugares tienen que envidiar. Su aire perfumado con azahar en estas fechas es medicina para el alma. Y no se olviden de los azulejos que adornan puntos escondidos, como la cruz, signo de la fe centenaria de una ciudad embriagada de sí misma. No sólo eso, como dijo el pregonero, eres más cárcel que cuna y sus leyendas explican su idiosincrasia. Quien no haya tenido la oportunidad, les aconsejo que pululen a solas por la noche doblando esquinas sin rumbo fijo por su casco histórico. No se arrepentirán. Descubrirán tantos detalles que no serán capaces de albergarlos en su memoria. Desde figuras, a pinturas, desde candiles en las ventanas hasta rejas labradas. Utilicen los nombres de sus calles para impregnarse de gentes de otro tiempo y sentirse que forman parte del paisaje y su Historia.


Pero Sevilla sabe deleitar más allá de la vista. ¿Quién no se ha relamido con el olor a adobo del Blanco Cerrillo? ¿Acaso no forma parte de la cultura del sevillano el incienso de sus capillas e iglesias? Y ni decir tiene la mencionada joya que florece en sus naranjos. Hasta el aire cambia según la estación. Denso en verano, plañidero en otoño, invierno premonitorio y esperanzador en primavera. ¿No han paseado con la noche caída por los lienzos que quedan de la vieja muralla? ¿No han respirado la fragancia de los jardines de Murillo puesta el alba? Esa unión se logra haciéndolo solo.


De paladares vamos sobrados y si bien hay préstamos por todos lados, compartamos los agasajos de esta tierra buena que no siempre es justa. Los sevillanos tenemos que ser los defensores de lo propio, pero eso tampoco significa no dar la oportunidad a lo que viene de fuera. Imaginen una Sevilla sin la papa americana. No les deleitaré con su cocina, pues ya más de uno tiene la boca hecha agua. Pero hasta sabor tiene la ciudad cuando te impregna su pasado y te encandila en su presente.


¿Quién no ha oído aunque sea de refilón el llanto de una guitarra saliendo del rincón más inverosímil? Le seré franco, el flamenco no es algo que me apasione, pero forma tanto del paisaje como la Torre del Oro. Y en algunos momentos, me ha hecho estremecer. Pero todo forma parte del mismo concierto armónico: la bulla de sus calles, el silencio de su madrugada, los vendedores ambulantes, la gitana con el romero, la voz del señor elegante, el señor que pide limosna, el chaval con desaire, la reflexión del anciano, la banda que ensaya para una primavera que se angosta, el ole a cualquier detalle, el músico callejero, las risas de los amigos y la soledad que también suena para quien saber mirar, el barragán dando consejos y el sabio callando. Todo esto y mucho más forma parte de la música de ambiente de Sevilla.


En Sevilla también hay lugar para el tacto. Se puede tocar el pasado, siempre desde el respeto e incluso abrazarlo. Confieso que alguna vez lo hecho. No sólo a todo su pasado, también he rozado con mis dedos la flora y la fauna de los jardines del Alcázar, o he apoyado mi mano sobre el hombro del Hombre de Piedra, he surcado con mi dedo en la base romana de la Giralda como si fuese braille, como si así entendiera mejor, he agarrado con fuerza alguna reja mientras rezaba en soledad en las puertas de una iglesia cerrada, he mojado mi rostro en una fuente del parque de Maria Luisa, he besado manos de cristos y vírgenes testigos mudos de miles de oraciones, he arrastrado los pies para sentir el pasado como en la vieja mezquita que hubo en San Lorenzo o la calzada romana de la Puerta Jerez. Y cuantas cosas me dejo pues mi memoria tiene huecos.


He visto la gloria de su pasado, desde las columnas de cuando la vieja Hispalis, pasando por la huella indeleble almohade, el cristianismo de la mano del gótico y el barroco que forma parte inseparable de la urbe. Con un poco de imaginación, he viajado: he paseado con Hércules, he conversado con César, he reflexionado con San Isidoro, he escuchado la declamación del gran Al-mutámid, he combatido codo con codo junto a Bonifaz y el rey Santo, he construido las atarazanas de Alfonso X, he presumido de tu NO&DO, he estado invitado en la boda del Emperador Carlos, me he arrodillado frente a las pinturas de Valdés Leal, mi hija ha sido inspiración para Murillo, a Velázquez le he dado conversación en una tarberna, se me ha caído el alma frente a las gubias de Montañés y Juan de Mesa, he guiado a Olavide para su plano, me he estremecido con Bécquer, he llorado viendo como tiraban las puertas y murallas que guarnecían tu pasado, he visto los cambios de la Expo del 29, he sufrido con la Guerra que dejó heridas abiertas, he perdonado y he crecido viendo como la ciudad se abría al mundo. Tradición y esencia no están reñidas con el progreso. Sólo hay que entenderse y respetarse. Que así sea. Te añoro, oh mi ciudad, pero sigues viva. Todo llegará.


¡Cuantas cosas he hecho para sentirte Sevilla! Y aunque esté lejos, nunca me abandonas.


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