Uniformidad del latín

¿Es el latín uniforme en todo el Imperio romano?


Es un asunto tratado por infinidad de especialistas y donde se ha alcanzado cierto consenso, aunque no es definitivo. Para empezar es de Perogrullo decir que se ha analizado tanto los documentos escritos que nos han llegado, como la numerosa epigrafía existente como a los grandes literatos latinos así como el material administrativo conservado. También hay que tener en cuenta los grafitis encontrados en Pompeya por ejemplo o los documentos de otras naciones sobre Roma.


Lo primero es que hay que distinguir, como suele ocurrir en la mayoría de las lenguas, entre un latín culto y uno vulgar. La mayoría de la gente que escribía, que eran bastantes pero ni la mitad de la población, tenía una serie de reglas estáticas que se aplicaban férreamente. Obviamente hay excepciones, pero las abreviaturas empleadas y formas de escritura se conocen a la perfección y son aplicadas rigurosamente a lo largo y ancho del Imperio. A diferencia de cómo ocurre hoy en día, los que sabían leer y escribir solían hacerlo bastante bien, haciendo pocas faltas de ortografía por ejemplo (aunque hay casos). Aquí encontramos una constante y es positiva, pues se preserva hasta hoy con alto grado de pureza. Este estatismo ha permitido un poco evolución que ha ayudado mucho a los filólogos en el prolongado tiempo del Imperio y más allá en el medievo.

Sin embargo, otro punto es la lengua hablada. Las lenguas, como casi todo en la vida, es algo vivo que se enriquece con el tiempo con modismos, préstamos, evoluciones, y un largo etcétera. Por ello, se hablaba de una forma muy distinta en Roma capital, en el Norte de África, en Hispania, en Israel, en Egipto o en Dalmacia. Eso no significa que no se entendieran, todo lo contrario, pero había variantes de la misma. Para ponernos en perspectiva, es como ocurre entre los modismos empleados en todo el mundo de habla hispana, cada uno con sus particularidades, y por contraposición, el castellano académico, que es igual para todos. Un ejemplo que se suele poner, sea más leyenda o realidad de lo mismo, es que el César Adriano, originario de Itálica (Sevilla, España), hablaba con acento provinciano lo que provocó la mofa de los senadores itálicos y capitalinos. Esto es enriquecedor, pero fomentó, a la larga la desaparición de la lengua en pos de las lenguas romances que se hicieron flexibles, activas y se modificaron ampliamente con el tiempo.

Hay que tener en cuenta que el latín convivió con otras lenguas de gran difusión como el griego (o mejor dicho las lenguas griegas y sus variantes) o el arameo, junto con otras locales y de menor difusión. La lengua no se imponía en el sentido estricto del mismo: al ser la lengua de los conquistadores, gran parte de la población del Imperio la «chapurreaba» y esto estuvo condicionado por la presencia efectiva o administrativa de Roma. Más aún, al tratarse de siglos de convivencia y dominación, al pasar las generaciones, la lengua fue un elemento que se asumió con naturalidad, como la moda, la tipología de edificaciones o las costumbres. Es más, cuanto mayor era el grado de desarrollo de la población, más fácil fue la asimilación. Además, era necesario conocerla mínimamente por mercaderes y viajeros (como el griego). Incluso algunos enemigos de Roma conocían o hablaban torpemente dicha lengua. Algunas lenguas sobrevivieron como el vascuence o el sardo, pero también fueron influenciadas en mayor o menor medida. Reitero, sobretodo en el ámbito escrito, porque en el hablado habría que esperar dialectos y «hablas latinas».

La conclusión sería que lo estático muere por la propia naturaleza de la evolución, mientras que la flexibilidad en la lengua asegura su futuro y lo enriquece. Aún así, hay que dar gracias a Roma por ser la madrina de tantas lenguas, sentar cátedra en fijar conocimientos de todo ámbito y convertirse en una lengua académica con el paso de los siglos. Funcional, culta en el caminar de los siglos y en cierto modo activa, pero no viva.


Estas curiosidades y muchas más las encontrarás en mis libros «Gladius et Peplum. El baluarte fronterizo» y «La conspiración de los vanidosos. Gladius et Peplum».


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