Pogromo de Sevilla 1391 (III)

El precio de la usura

Bernardo prosiguió expoliando todo lo que veía. Sin tapujos. No era el único que participaba de aquel pillaje bochornoso, pero cada uno iba por libre, como si no existiesen los demás. Quizás fuera porque estaba cegados por la codicia o por la vergüenza de que otros le vieran cometiendo tan despreciable acto. O las dos cosas. A saber. La verdad es que Bernardo era excepcional, sabiendo que aquello era como una vereda libre para tomar todo lo que quisiese hasta que llegasen hombres armados a restaurar el orden o una autoridad civil con el mandato de detener de inmediato el pogromo (Es un término que se aplicaría con posterioridad. Una licencia explicativa).

El siguiente lugar a visitar era la casa del viejo Aaron, un prestamista. Mucha gente odiaba a este ser, incluso dentro de su comunidad, por sus pocos escrúpulos. O ninguno. Los cristianos y musulmanes no practicaban la usura porque el tiempo pertenecía a Dios, y un mortal no podía poner precio al tiempo. Para los hebreos, esos reparos no existían y su religión no la condenaba. Sin embargo, Aaron llegaba demasiado lejos, no sólo en sus cargas impositivas, si no empleando matones para cobrar sus deudas con los más débiles y siendo adulador con los nobles para obtener favores. Por esto, su casa estaba siendo salvajemente saqueada. Bernardo entró en la casa encontrando al usurero aguantándose una sangrante herida en el pecho, mientras que en su frente, nada detenía la hemorragia. Tumbado en el suelo, veía con impotencia como media docena de desaprensivos se llevaban todo lo que podían con las manos llenas. «El velloso» esperó a que se fuese el último ladrón para terminar de pasar al interior sorprendiéndose al ver a su mujer ultrajada y degollada. Al menos sus dos hijas, las había llevado por prudencia fuera de la urbe, a casa de un pariente en el campo, a mediados de la primavera. Se salvaron de tan abominable acto. Bernardo no sintió pena, ni compasión por el moribundo. Sólo esperó pacientemente para ver donde sus ojos posaban la vista. No fue en el cadáver de su deshonrada esposa, no. Era una alacena. Buscó bien en el interior, encontrando no sólo comida, sino un compartimento secreto con un buen número de monedas de plata. Trajo su asno y lo cargó con todo lo que había dejado, incluyendo comida, velas, ropajes, alfombras y cortinas. Justo antes de salir, se dio cuenta que había sucumbido finalmente a sus heridas. «El velloso» se despidió muy a su manera: con un escupitajo.

Mientras tanto, Inés salía de otra casa medio incendiada con unos delicados vestidos bajo el brazo. Cuando se dispuso a guardar el botín en su asno, un hortelano que acababa de unirse al saco, dio una fuerte cachetada a la mujer e intentó llevarse al animal, cargado con todas sus ganancias. Sin embargo, Inés no se amedrentó, alzándose con rapidez y golpeando con ambas manos a la espalda del hortelano.

- ¡Canalla! ¡Bandido! ¡Hijo de mil padres!

Éstas y otras lindezas esputaba continuamente con una rabia inusitada, pero el hortelano era un hombre recio y con determinación la golpeó con mayor fuerza y con el puño cerrado en medio del rostro. Si bien no la noqueó, si la dejó traspuesta unos segundos. El animal parecía intuir que algo no iba bien y se resistía a avanzar con rapidez, pese a los incesantes golpes del hortelano para que continuara. Esto dio un tiempo precioso a la «charlatana» para que se recompusiera.

Entonces algo inusitado pasó sin que Inés fuese completamente consciente de ello. Un fuego interior empezó a arder como el pasto seco en verano. Sin saber muy bien cómo, se había levantado con su mente aún en nebulosas, y se abalanzó sobre el hombre. Sin estar en plenas facultades, le había dado un profundo tajo con su cuchillo de montería en la cara que le destrozó un ojo, a lo cual siguió otro cejado en el pecho poco profundo, uno más que le amputó dos falanges de los dedos de su mano izquierda y, por último, le rebanó la mitad de su oreja derecha. Lo hizo todo en un estado de trance, medio consciente medio en tinieblas. Algo que salió de la parte más profunda y oscura de su alma. Cuando vio el estropicio que había hecho en el hombre, no reaccionó con espanto o arrepentimiento. Muy al contrario, comenzó a reír como ganas. A pleno pulmón y a carcajadas. Completamente exultante, limpió la hoja de su cuchillo en las ropas de su víctima, tomó las riendas del asno y prosiguió su camino, calmándose poco a poco. Como si nada hubiese pasado.

El hortelano, llamado Vicente, quedó tan aterrado que nunca más pisó suelo sevillano. Ocultó a todo el mundo quien le había desfigurado y por qué. Fue un castigo justo por atacar a una lunática. A una bruja. A un demonio que surgió de los actos viles de sus paisanos cristianos y le dio una lección.


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