Pogromo de Sevilla 1391 (I)

Prolegómenos

Era una pareja particular cuanto menos. De esas que la gente la ve y dice “no pegan nada”. Él bajo, moreno de cabello, piel y ojos. Tenía gran cantidad de vello, de esos que se le juntaba el vello del pecho con la barba, y era corpulento. Hombre de pocas palabras, carácter simplón y malos modales. Ella de buena estatura, rubia, de ojos pardos y piel blanca. Frente a su marido, ella parecía delicada, frágil, casi etérea. Sin embargo, destacaba por un carácter taimado y charlatán. En común tenían sus cuarenta años largos, rasgos toscos, los ropajes sencillos, y su aspecto de que parecía que hubiesen bajado del monte. Ella se llamaba Inés y él Bernardo. Inés «la charlatana» y Bernardo «el velloso».
Ambos eran supervivientes, personas habituadas al cambio y con pocos escrúpulos. Quizás ninguno. Debían serlo, se decían, para poder tirar para adelante en un mundo tan cruel como el que había surgido en el siglo XIV. Habían cambiado mil y una veces de trabajo y de vida. Habían estafado a gente honrada, robado a vivos y muertos, mercadeado con miseria humana y amenazado para sacar beneficio. Habían tenido dos hijos y una hija que habían dejado a pastores y campesinos sin descendencia en varios puntos de Castilla. No quería que nada, ni nadie fuese una rémora. A ese nivel de degeneración habían llegado. Aunque quizás fuese lo mejor para las criaturas. El año 1391 marcaría un antes y un después en la vida de la pareja. Por aquel entonces, el inmoral matrimonio hacía las veces de buhoneros en el fértil valle del Guadalquivir. De una población a otra, vendiendo, comprando, estafando o robando según el momento y el cliente.

Sin embargo, en esos días había una especie de calma tensa en la ciudad de Sevilla. Algo que flotaba en el aire, se palpaba y crecía exponencialmente. Algo que no dejaba vivir en paz y armonía. Quizás fuese la inexorable llegada del verano que se hacía palpable desde el amanecer o un silencio rutilante que últimamente recorría sus calles, con miradas de recelo y antipatía de sus gentes. Pero para Inés, con toda seguridad era el odio de la población cristiana hacia los judíos. Sevilla era como un vaso de cristal en el borde de una mesa. Sólo restaba un ligero movimiento para que se montara un buen estropicio. Era sólo cuestión de tiempo.
Es verdad que no recordaban años buenos, con el recuerdo vívido de la Muerte Negra rondando por todos los reinos y ciudades, las malas cosechas y un gobierno ineficaz (en ese momento, estaba en el poder el niño rey de 11 años Enrique III, y mal tutelado). Había mucho recelo, mucho dolor y tenía que estallar por algún lado. La población necesitaba un chivo expiatorio de sus fatigas, sinsabores y frustraciones. Poca gente sabía que culpar a una minoría o un sector de la población, no cambiaría nada. Que sus problemas persistirían.

Ya pudieron ser testigos el 15 de marzo de ese mismo año 1391, cuando los nobles de la ciudad, junto con una tropa de alguaciles, evitaron un mayor derramamiento mayor de sangre y suprimiendo el ataque a la comunidad hebrea de Sevilla. Mejor así, pensó él. No es que Bernardo defendiese a los asesinos de Cristo, o que los considerase inocentes, es que sabía que los asesinatos, los robos y vejaciones podían volverse contra uno. Es lo que tenían los tumultos. Inés menos aprensiva y más codiciosa, pensó que fue una oportunidad desperdiciada de “robar a un ladrón”.

Por otra parte, Bernardo había formado parte de una hueste de combate cuando era mozo, tantos años ya. En el poco tiempo que estuvo sirviendo había visto las tropelías que se llevaban a cabo cuando se perdía el orden y, ahora que empezaban a salpicarle las canas, las temía. Había visto la mezquindad humana y se unió en dicha vorágine del tomar del prójimo todo lo que pudiera. Sin embargo, cuando se estaba acercando la hora del combate, desertó con el poco botín obtenido. Bernardo siempre pensó que había evadido a la muerte, pero que había momentos que mejor no tentar demasiado a la suerte.
Habían conocido algunos judíos en su vida. La mayoría les parecían deleznables, sin escrúpulos y crápulas. Pero había más de doscientas familias de ellos en Sevilla. Por eso era la judería más grande de Castilla después de la de Toledo. Sin embargo, si Bernardo había aprendido algo de su vida nómada, era que no todo lo que reluce es oro. Había visto nobles mezquinos, moriscos honrados, sacerdotes entregados y campesinos honestos. ¿Por qué debía ser diferente con los hijos de Leví? Además, las mujeres y los niños no tenían la culpa del pecado que arrastraban sus antepasados. Robarles sí, matarles… Inés, por el contrario, pensaba que el pecado estaba directamente en su simiente y que no había nada que hacer. No merecían compasión. Las sensiblerías no traían nada bueno a la familia, solía decir. La piedad era para los curas, las monjas y los débiles.

En este caldo de cultivo, siguieron con sus tejemanejes de una urbe a otra hasta que volvieron a Sevilla a principios de junio para seguir con sus turbios negocios. Inés, que gustaba de los chismorreos que circulaban en la urbe, había oído que el alguacil Mayor de Sevilla Don Álvaro Pérez de Guzmán y Don Juan Alfonso, Conde de Niebla, habían mandado fustigar a un buen cristiano por hacer mal a un «marrano». Fue el último empuje para unas gentes dispuestas a derramar sangre.

Y en estas, llegó el fatídico 6 de junio, cuando el estallido de violencia comenzó a la judería sevillana (Si no se conoce su ubicación, formaba parte del actual barrio Santa Cruz y Santa María la Blanca). Y comenzó con una brutalidad que pronto se extendería por toda Castilla y también por Aragón.

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