Microrrelato III «voces anónimas de la Historia»

El hábito no hace al monje

Es cierto que hoy en día poca gente cree que el trabajo no define al hombre o a la mujer. O depende a quien le preguntes. Es una forma de incluirnos en una categoría social u otra para muchos. Algunas veces es una prioridad y una suerte porque le llena de satisfacción. Otras porque es lo único que han conocido o se han visto forzados a hacer. El tema es que algunas personas no entienden que, para muchos, sólo es un empleo y no hay ningún placer u orgullo en lo que se hace. Aunque una persona de bien, siempre intenta hacer lo mejor posible su trabajo para irse a la cama con la satisfacción del deber cumplido.

Ése era el caso de Venancio, uno verdugo civil que trabajaba para el concejo de Sevilla. Había conocido a un par de verdugos en su vida y cada uno veía su oficio de una manera diametralmente opuesta al otro. Al igual que su familia. En su caso, su mujer Rosaura, ocultaba adrede la profesión de su marido a sus amigas y vecinas. Afirmaba que trabajaba para el concejo sin dar más detalles porque no le concernían. Comprendía que alguien debía hacer esa labor, pero su profunda religiosidad y moralidad le impedía ver con buenos ojos lo que hacía. «Dios nos asista» decía cada vez que tenía una ejecución. Se lamentaba que no sirviera al Santo Oficio, pues tenía mucho menos trabajo que sirviendo al Corregidor de la ciudad. Además, el número de ejecuciones para el Santo Tribunal de la Inquisición no dejaba de bajar, incluso más en los tiempos que corrían con el nuevo rey Borbón.

Venancio no sentía placer por el trabajo encomendado, no se veía a sí mismo como un justiciero, aunque fuesen criminales quienes caían bajo la horca. Se veía como un funcionario que hacía una labor social que pocos tenían los arrestos para hacerlo. Tampoco le quitaba el sueño, ya que él no emitía la sentencia. Para eso mandaban «hombres mejores y más sabios». Suponía que se merecían tal castigo, aunque tampoco se lo planteaba. También había tenido la fortuna de no haber ejecutado a ninguna persona cercana a él o querida. En su entorno sólo había gentes de bien, se decía. Cuando tocaba, miraba con indiferencia todo a su alrededor, como si no fuera con él, como si fuese un cura repartiendo bendiciones a sus feligreses indistintamente. Los cuerpos pertenecían al rey y sus almas a Dios. Él les hacía entrar al juicio divino después de ser juzgados por los hombres, solía decir a Rosaura para tranquilizar su conciencia.

Venancio ya se había curtido en la violencia tras pasar unos pocos años sirviendo en la guerra de Sucesión (1701 – 1713) como parte de una leva. Allí vio el horror de la sangre, lo terrible de caer herido y la fortuna que puede llegar a ser una muerte rápida. También aprendió el poco valor que se le podía dar a la vida humana. Uno debía hacerse valer ante Dios y los hombres. También tuvo su primera experiencia con la muerte. Y la segunda. Y la tercera… Tuvo suerte de que el primero cayó rápido de un afortunado tiro suyo que impactó en medio del pecho. El segundo fue más complicado, teniendo una breve lucha cuerpo a cuerpo que finalizó cuando empezó a golpear con saña la cabeza de su oponente usando la culata de su mosquete. Se dejó llevar por el estímulo hasta que su oponente dejó de convulsionar quedando irreconocible. Desde ahí, empezó a verlo todo con frivolidad, con ese fatalismo de aquellos que no buscan saber más o pensar demasiado.

A su profesión había que sumar que Venancio era un tipo de complexión fuerte, de grandes manos y mirada nerviosa. Nadie en su sano juicio buscaría problemas con él cuando regresó a la vida civil. Sin embargo, aquellos que le conocían bien, sabían que era una persona calmada, paciente y de sonrisa fácil. Aunque su timidez no lo dejara relucir muy a menudo.

Llegó una tarde de octubre de Sevilla, una de tantas de las que el sol deja el cielo de un tono mostaza y donde la temperatura se vuelve agradable, dejando que el corazón vague por una deliciosa melancolía que ayuda a la ensoñación. Esa tarde tocaba una ejecución. Rutina. Esta sería discreta, sin público y sin alboroto. Un florista que había matado a un picapedrero con un cuchillo de cocina de gran tamaño. Él mismo se había entregado con el arma y la ropa llena de sangre a la guardia urbana, los «mangas verdes». Caso claro y con evidente veredicto y resolución.

El problema radicaba en que ese asesino era Pedro, un vecino con quien tenía una buena relación e incluso habían compartido alguna agradable charla en una taberna cercana a las gradas de la Catedral. Los motivos que impulsaron a hacer tal barbaridad nunca se supieron. Algunos rumores apuntaban a deudas de juego. Otros afirmaban que eran invertidos y amantes. Otros, en cambio, decían que era una disputa por una mujer. Y algunos filósofos de tabernas replicaron que ese hombre realmente ocultaba su maldad. Todo eso se dijo hasta los dos días después de su muerte, que apareció otro chismorreo y se olvidó.

Por primera vez, se le hizo pesado tener que ejecutar a un reo. Máxime cuando los ojos de Pedro reconocieron la mirada de su verdugo, pese a la capucha. No dijo nada, pero ambos se sintieron avergonzados. Dudó unos segundos, hasta que finalmente estiró la cuerda para su agónico final. Rosaura, al enterarse de lo sucedido tras cerciorarse que ningún vecino sabía quien lo había ejecutado, fue a verlo para consolarlo. No lloró. No estaba triste. Sólo perturbado. Había entablado un principio de amistad con una persona y había descubierto que, en realidad, era otra. Esa noche, apenas probó bocado y no profirió más de doce palabras a su mujer e hija. No era normal y su esposa estaba visiblemente preocupaba. Al día siguiente por la mañana, Rosaura se despertó más tarde que su marido, lo que no era habitual. Eso la turbó y de un salto salió del lecho para encontrarse que su esposo desayunaba castañas y uvas y que, al verla, esbozó una amplia sonrisa. Recobrada de la sorpresa inicial, le preguntó como estaba y él respondió que perfectamente. Intuyendo que su mujer quería comprender, añadió:

- Sólo ha sido una ejecución más. El que conozca o no al reo, no cambia que nunca entenderé a los hombres. Ni tampoco lo deseo.

Y así volvió a su rutina y olvidó ese hecho. A veces le volvía a la memoria cuando dejaba que su mente repasase hechos de su vida. Pero nunca más volvieron esos sentimientos. Pasó impasible el resto de su vida. Es más fácil no pensar. Una paradoja que un hombre que mató a decenas de personas a lo largo de su vida emitiera un juicio de valor hacia uno que mató una vez. La diferencia radicaba en que Venancio mató cuando se lo ordenaron.




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