Decimoprimer microrrelato de «Gladius et Peplum»

Sangre felina

La punta de su gladius brillaba con tanto fulgor que cegaba a quien la mirara directamente debido a la luz del atardecer. Un fibroso bárbaro africano observaba la situación desde lo alto de un terraplén con sus brazos de ébano cruzados. Parecía esculpido por un reputado artista griego por su equilibrada fisonomía y rasgos medidos de belleza equilibrada. Pero no podía centrarse en él. El signifer tenía un grave problema que solventar. Se movía con cautela pero sin apartar la mirada, casi ni pestañeaba, controlando cada movimiento. Su presa, agazapada, le acechaba y no le apartaba la mirada. Prudente. Movimientos lentos, estudiados y en círculo el uno con el otro, fundiéndose con el entorno. Sólo uno saldría con vida de ahí. Ambos seres lo sabían y no querían cometer ni un error. Cada uno había penetrado en el territorio del otro y se habían encontrado a la suficiente distancia para saber que el enfrentamiento era inevitable. Uno se mostraba sereno, expectante; el otro, mostraba sus dientes y gruñía amenazante.
Después de unos minutos, el signifer decidió adelantarse dos pasos y proyectar su brazo como un pistón con su gladius, pero su presa era grácil y lo esquivó arremetiendo con su cuerpo contra el escudo redondo de madera de forma infructuosa. Sus reflejos le salvaron de  haberse quedado inmovilizado pero había caído de bruces y perdido su arma principal. Entonces, el africano saltó hasta quedarse a dos pasos de la bestia con los brazos extendidos y las rodillas flexionadas. El animal tornó hacia él mostrando sus dientes de forma agresiva. La sangre felina que corría por las venas de las dos criaturas provocó que se detuviera mirándose a los ojos. El joven africano, pese al polvo en suspensión no le dejaba ver con nitidez y la respiración se hacía dificultosa, empezó a hablar en una lengua desconocida para el signifer. En un principio empezó susurrante, de una forma melódica, dando la impresión que dichos balbuceos provenían de todas direcciones. Sin prisa pero sin pausa, el tono comenzó a ascender y su voz tornó grave, agresiva, imperativa, casi terrorífica. Además, gracias a ese polvo, había una visión traslúcida de él, como si fuera una sombra siniestra. El signifer había pasado de tener miedo a la bestia a tener pavor al africano.
La bestia, de considerable envergadura, se dejó caer al suelo laxa y sumisa mientras el bárbaro avanzaba todavía con las rodillas arqueadas y las manos crispadas. A medida que se acercaba a ella, fue bajando su tono hasta que estuvo a su lado y su voz volvió a tornar dulce, le acarició la cabeza con ternura y la bestia se fue en dirección contraria ante el pasmo del signifer que no daba crédito a lo que acababa de ver. Ese hombre le hablaba a las criaturas y le obedecían. ¿Se trataba de un hechicero o un demonio del inframundo? En cualquier caso, le había salvado la vida.
Durante un largo minuto, se mantuvieron la mirada hasta que por fin, el auxiliar romano consiguió atinar a hacer algo. Lo primero fue que sus piernas respondieran, alzándose, tomando su arma y acercándose con una sonrisa conciliadora.
-                ¿Hablas mi idioma? – asintió el africano. – Gratitud por tu ayuda, en Iliria no hay criaturas como estas.
-                Hay que darle a los dioses un pago en sangre a cambio. – replicó el africano en latín decente con un fuerte acento.
-                Creo que si te unes a Roma podrás obtener toda la sangre que quieras. Incluso puede que te consiga algún rango menor.
-                Soy hijo de jefes y nobles, no merezco menos. – señaló el autóctono y se fijó en un curioso anillo de bronce con una piedra de un verde intenso.
-                Lo hablaremos con el Centurión. – rectificó el auxiliar con calma. – ¿Tu nombre?
-                Bostar, hijo de Draba, he sido desterrado por mi hermano. Vago errante, esperando qué han preparado los dioses para mi.
-                Creo que los hados han hablado y han hecho que nos crucemos para una nueva vida. Quizás deberíamos cambiar tu nombre…
-                Un nuevo nombre para una nueva vida. ¿Por qué no? – reflexionó un instante Bostar. – ¿Qué sugieres?
-                ¿Qué tal… Iulio Basso?

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