Sevilla 1649 (XI)

El Santo Crucifijo
Llegó el dos de julio y parecía que el máximo de la enfermedad había llegado, o debería haber llegado al menos, ya que los muertos se contaban por decenas de miles. Tantas almas perdidas, había que buscar consuelo y dar esperanza a los que quedaban. Hacía falta algo más que la palabra de los clérigos, hacía falta llevarle dicha esperanza en forma de imagen a los sevillanos. Y no había imagen más venerada y querida que el Santo Crucifijo de San Agustín.
Esta bendita imagen gótica, con pelo natural, despertaba la mayor de las devociones en la ciudad e incluso se le atribuían milagros como grandes lluvias en épocas de sequía, algo habitual en esta tierra. El cabildo de la Santa Iglesia Catedral decidió que era un buen momento para sacar en procesión a este Cristo como acto rogativo. Era necesario un recordatorio de fe y la promesa de tiempos mejores.
Desde el monasterio de San Agustín, salió la hermosa talla cargada por varios de sus religiosos y una pequeña comitiva. Pronto se multiplicaría nutriéndose de fieles, nadie dudaba del efecto que tendría.
Entre los porteadores estaba Rodrigo, el último en ingresar y que era natural de la collación de San Gil. En seguida vieron sus hermanos que era un alma dulce y delicada, quizás demasiado en un mundo tan cruel. Inspiraba ternura, máxime cuando el muchacho tenía feas marcas de nacimiento y cicatrices que constataban una vida dura. Era la calidez de su alma la que abrumaba y sacaba una sonrisa hasta al corazón más frío.
En cuanto se acercó a la bendita imagen para portearla, sus ojos se bañaron de lágrimas. ¡Qué honor tan grande cargar con la imagen del Divino Redentor! La emoción y el orgullo que representaba no desapareció en ningún momento durante todo el recorrido. Fray Rodrigo estaba y recordaría aquel día hasta su muerte como uno de los más felices de su vida. Se debía principalmente a la visión de cómo se iluminaban los rostros de las gentes cuando admiraban al hijo de Dios en la cruz, después de tanta muerte y sufrimiento. Quedó impregnado en su retina y grabado a fuego en su corazón. Sin embargo, desde que se acercaron a la Puerta de Carmona para llegar a la ciudad, algo en su interior le hizo fijarse en unos más que en otros. Los que más reflejaban en sus miradas sus anhelos y temores.
Uno de los primeros que pudo leer perfectamente fue Sancho Ortega, uno los escasos miembros de la Santa Hermandad que quedaban en la ciudad, casi disuelta. Al verlo, se arrodilló adivinando lo que su rostro decía a gritos: gracias por seguir vivo. Tenía mucho por lo que tirar para adelante: cuidar de su cuñada y sobrinos supervivientes, formar su propia familia, y enmendar los errores del pasado. Tendría un secreto que nadie sabría. O casi nadie. Lucharía porque fuese el único y ser digno de haber triunfado frente a la adversidad, en comparación con personas que, quizás, lo merecían más.
La procesión siguió por la calle Águilas, donde una dama burguesa salió de su hogar con rostro aliviado. Se trataba de Doña Ágata que demostraba su piedad persignándose y con una gran sonrisa que dejaba patente su fe ciega en que el fin de la epidemia estaba cerca. Estaba convencida que las muertes acabarían y su negocio podría volver a emerger. De una forma u otra y a toda costa.
Fray Rodrigo y el resto de la comitiva llegó hasta la Plaza donde se encontraba la carnicería de Sevilla. Ésta, tenía muchos nombres: las berzas, el garbanzo, la ensalada…[1] Y siendo un punto importante, reunió a bastantes gentes, supervivientes todos de la epidemia. Entre el gentío, destacaba una mujer que rompió a llorar desconsoladamente, notándose que no era algo muy dado en ella. Se trataba de Munia, que llevaba de la mano a su hija. Se enteró de la procesión por un jovencito que corría por las calles anunciándola a gritos. No lo dudó ni un segundo, tomando a su hija y saliendo en su busca desde su casa de San Marcos. Lloraba por la pérdida de su hijo y un poco por sus dos amantes. Pero sobretodo por su primogénito. Y no sólo eso, rogaba al todopoderoso que dejara de castigarla por su impiedad y tuviera a bien dejarle al menos a su hija.
La procesión continuaba sin que dejara indiferente a ninguno de los supervivientes de Sevilla. Parecía como si su sombra se alargase y robase las voces de la multitud cuando pasaba de largo. Fray Rodrigo se preguntaba ¿se llevaba sus pecados o es que la visión de Cristo reconfortaba sus corazones? Poco importaba. Era la esperanza, hecha en madera, sí, pero con forma de un hombre.
Pasando la Costanilla[2], volvió a fijarse en los espejos del alma de la muchedumbre, destacando la sencillez y la bondad de uno de ellos que no pudo contenerse y le gritó en la calle Francos:
         ¡Mira cómo va! ¡Qué pelazo! ¡Que viva el Hijo de Dios y la madre que lo parió!
Se trataba, como no podía ser de otra forma, de Perico, el carpintero. Su comentario, bienintencionado, despertó algunas sonrisas tímidas entre los asistentes. Más aún cuando los vecinos sabían que había estado entre la vida y la muerte hasta hacía poco. Lo decía de corazón y con la naturalidad propia del sevillano. En muchas ocasiones, exagerada.
Pero no todos los rostros expresaban estos sentimientos. Hubo alguna pequeña excepción. Llegando a la calle Placentines, entre los espectadores destacó la mirada escéptica de un licenciado, que se reconocía por sus ropajes. Fray Rodrigo había visto a Duccio Spini, que ese día había salido de su hogar en la calle Aire mucho más tarde, y se había encontrado con la comitiva. El licenciado miraba a la comitiva con indiferencia, pues no entendía no sólo la fe, sino ese fervor cuando la muerte aún se estaba cerniendo sobre todos ellos. Su obsesión le carcomería hasta sus últimas consecuencias.
La última parada de la ida fueron las gradas de la Santa Iglesia Catedral de Sevilla donde les esperaban los canónigos de la misma. Bueno, los que aún quedaban. Fray Rodrigo estuvo parte del oficio abstraído, pues hubo un hombre que acaparó toda su atención. Un monje franciscano llamado Teodoro que clavó la mirada en el Santo Crucifijo y no la abandonó. El pestañeo y un leve lagrimeo por la luz era lo único que lo diferenciaba de una estatua. En las manos llevaba una carta de su hermana, a la que veneraba. Siempre la había considerado una mujer piadosa, y lo era, pero había huido de la ciudad aprovechando la epidemia para evitar el contagio y alejarse del padre de su futuro hijo, un acaudalado miembro de la ciudad que la había forzado. Fray Teodoro entendió el mensaje y le daba las gracias al Señor por hacérselo entender: había evitado más sufrimiento a un ser maravilloso y quizás hubiera juzgado mal a las gentes. Quizás en el mundo había mayor escala de grises. Quizás hubiera esperanza en el ser humano. Siempre lo había sabido, pero hasta ese momento no lo había asumido. Lo que vio fray Rodrigo, fue a un hombre que se había entregado a Dios y que ahora también lo hacía a sus semejantes.
Mucho se ha dicho de la incidencia del Santo Cristo de San Agustín y de los muchos milagros que se le atribuyen. Para algunos han sido en extremo exagerados. Para otros no, ni remotamente. Para el clérigo fray Rodrigo, el día siguiente, el 3 de julio de 1649, el sol salió con un color carmesí, como para muchos otros. Lo interpretó como un luto por la sangre perdida en aquella tierra. Murieron inocentes y otros no tanto, pero así es la naturaleza. No hace distinciones.
Lo que sí es verdad, es que desde entonces los infectados y los decesos no dejaron de ser cada vez menos. Sí, habían sobrepasado el pico y había sido en extremo virulento los meses anteriores. Sí, con el calor seco, la peste bubónica es menos activa y tiende a desaparecer (y de hecho no volvió a reaparecer en otoño, como había ocurrido en el pasado). Sí, ya se había llevado casi a la mitad de los 130.000 sevillanos que se calculan que había en ese tiempo. La ciencia nos deja claro todos estos puntos. Aunque es hermoso y casi poético pensar que fue la Fe de un pueblo la que paró a un bacilo tan mortífero.




[1] Actual Plaza de la Alfalfa.
[2] Actual calle Villegas y Plaza de la Pescadería.

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