Sevilla 1649 (VI)

El pecado de Edith
El esperado caos llegó indefectiblemente. Sevilla se convirtió en un inmenso y lastimoso hospital. Y no había lugar más lastimoso donde ir que el Hospital de las Cinco Llagas[1], quizás el más grande del mundo en ese momento. El lugar estaba copado desde casi el principio, montándose un hospicio improvisado frente al mismo. Los enfermos en la explanada sufrían, gritaban, lloraban, rogaban y confesaban sus más abyectos pecados viendo próxima su muerte. Cientos, quizás miles de despojos humanos se sumían en una agonía que carcomía el corazón hasta del más impávido. Se quedaba una marca perpetua para el resto de su existencia con la sola visión de tan macabro espectáculo. Para casi todos.
Sor Matilde era una monja Trinitaria del cercano Convento de Santa Justa y Rufina que iba a diario a ayudar. O al menos eso hacían muchas de sus hermanas: confortar, consolar, rezar e incluso hacer de enfermeras vocacionales. Un doloroso acto de compasión y de riesgo, estando expuestas a la infección, que también llevaron a cabo los frailes Capuchinos, dispuestos a dar la extremaunción. Pero para ella había una visión diferente. A diferencia de sus hermanas que lloraban y sufrían ante el infierno en la tierra que se abría frente a ellas, Sor Matilde, una mujer madura y discreta, encontraba un placer inenarrable en su misión.
Por algún motivo, algo se había despertado dentro de ella, un morboso regocijo. Cuanto más mezquino, humillante o repulsivo era, más extasiada quedaba. Era una droga. Cada día, le costaba más conciliar el sueño y comer se convirtió en obligación. Su alimento era la miseria humana. Era una obsesión absoluta y nada deseaba más que acercarse a la explanada y cargarse de todos los males que la rodeaban.
Sin embargo, Sor Matilde era una mujer devota y de firmes convicciones. A su manera. Así que buscó la forma de justificarse a sí misma, su enfermiza forma de obtener placer del dolor de los otros: pensaba que la Virgen le había otorgado el don de absorber el mal ajeno, al ser inmune al mismo, para así apoderarse de sus sufrimientos y dolores para acercarlos a la misericordia de Dios. Así funcionaba su retorcida mente. Así su conciencia se desprendió de su ser.
Un día una anciana, aterrorizada ante la visión de sus bubos, su imposibilidad de moverse y su estado lamentable de higiene, suplicó que alguien la escuchase en confesión. Al no haber ningún fraile cercano libre y el nauseabundo cóctel perfumado que se concentraba en ella, sor Matilde se ofreció tomando su mano temblorosa. Mientras escuchaba sus pecados, que eran grandes, y veía el lamentable estado de la mujer, un fuego se encendió dentro de ella. Para cerrar el terrible espectáculo, la desgraciada enferma vomitó a los pies de la monja. Fue demasiado. Notó como sus partes íntimas se inundaron y se le escapó un prolongado gemido de placer. Entonces sor Matilde se turbó, dándose cuenta de que eso no podía venir de Dios, si no del Diablo.
Y fue así, ya que al día siguiente empezó a presentar síntomas. Pero no se quejó ni por un solo momento, hablando sólo para su confesión final. Era su penitencia por su pecado. El pecado de Edith, esposa de Lot, que no se pudo contener y se giró para ver el sufrimiento de los habitantes de Sodoma, convirtiéndose en piedra. El sentir y desear placer con el sufrimiento ajeno.
Sor Matilde ya no sentía placer si no vergüenza. Esperaba que su penitencia y sincero arrepentimiento fuese suficiente. Aunque lo dudaba. Su pecado era grande. Monstruoso. Colosal.


[1] Actual Parlamento de Andalucía.

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