Sevilla 1649 (V)

Cortejo fúnebre
Perico era un modesto carpintero de Sevilla de la collación de San Isidoro que había heredado el negocio de su padre. Siempre recordaría la peste de 1649 por tres motivos, aparte de la pérdida de amigos y familiares. El primero porque trabajó muchísimo por las necesidades, de aquellos tiempos, de maderas para ataúdes, barreras y estacas. La segunda razón por lo que recordaría aquella época fue por pasar la enfermedad y sobrevivir a ella, milagrosamente, después de muchas vicisitudes. El tercer motivo fue que vivió una de las situaciones más extrañas de toda su vida.
En esos días, el pobre Perico trabajaba de sol a sol para complacer a sus clientes, consciente de la precariedad de la situación y de la necesidad de dineros para el futuro incierto de su familia. Después de diez días sin descanso, adelantó lo suficiente los pedidos como para cerrar un poco antes e ir a una taberna. No sabría cuando tendría de nuevo la oportunidad. Y se le fue la mano mucho, saliendo dando tumbos del establecimiento. El caso es que llegó un momento, ya casi sin luz, en que su vista ahogada en vino adivinó un pequeño cortejo fúnebre. En aquellos días, los cementerios de la ciudad estaban casi colapsados, pero con suficientes monedas, se podía hacer un oportuno hueco. Debía ser alguien de cierta relevancia que, para no entorpecer la precaria vida de la ciudad, iba a ser enterrado discretamente en la noche. Iba un joven muñidor abriendo paso con su campana, seguido por cuatro recios hombres, portando el ataúd, y una pequeña comitiva.
Le dio mala espina e intentó irse por una de las calles aledañas. Entonces le sobrevino una arcada. El vino se le subió hasta la cabeza. El pobre Perico tenía la impresión de que soltaba más líquido del que tenía en su cuerpo. Nunca más bebería así. Pero ese día se excedió, vomitando repetidas veces. Avanzaba hacia una calle y le sobrevenía la nausea, apoyándose en el muro. Entre dientes no dejaba de blasfemar y rogar que el grifo se cortase. Empezó a moquear y lagrimear sin parar. Cuando hizo la que parecía la última, se sintió bastante más lúcido y se dio cuenta de que se le había caído su collar con la imagen de San José Obrero, patrón de los carpinteros. Un regalo de su difunto padre. Entre sollozos del esfuerzo realizado, lágrimas recorriendo su rostro y moqueo, se arrodilló en su búsqueda. Al poco, frustrado por la poca luz y su poco tino para encontrar la medalla, golpeó el suelo e imprecó en voz alta.
         ¿Por qué Señor? ¿Por qué me castigas así? ¿Dónde te has metido Joselito?
A lo que una voz le respondió.
         En un lugar mejor hijo mío. No se turbe tu corazón. Está junto al Señor.
Era el sacerdote que iba con el cortejo fúnebre. Éste le ayudó a levantarse y le puso sus manos en la cara como forma de consuelo. Tras él, media docena de personas del duelo, le recibieron con abrazos, besos y palmadas en la espalda, creyendo que su pesar se debía al cariño hacia el fallecido. Ya era mala suerte volver a encontrarse con el cortejo de nuevo, pero lo era aún más que la forma cariñosa de llamar a su patrón, fuera el mismo nombre del fallecido. Avergonzado y abrumado por la situación, acompañó a la comitiva y asistió al entierro en el cementerio de la Iglesia del Salvador. Luego volvería sobre sus pasos y encontraría el preciado colgante. Durante más de veinte años contaría la anécdota, cerrándola con el comentario final, cuando por fin encontró su medalla, con la que pidió ser enterrado cuando le llegó su hora.
         ¡Vaya cosas me haces pasar Joselito!
Una situación cómica en un momento realmente triste.

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