Sevilla 1649 (IV)

El arenal
Su Excelencia temía la carestía, ya acuciada por las lluvias, los primeros casos de peste en Sevilla y las malas cosechas que habían subido los precios de los elementos básicos y provocado la especulación. Por ello, su fiel Nuño estaba en el arenal para proveerse de todo lo necesario antes de que la situación se agravase más de lo que ya empezaba a estar.
Nuño se sentía orgulloso de los orígenes de su familia, cuarta generación que servía a la casa, siendo seña indeleble de su pasado, presente y futuro. No sólo esto, había adelantado a su hermano mayor en importancia. Había un vínculo extremo donde se compartía tanto en los momentos de fortuna, como si llegaban los más sombríos. La moralidad para Nuño empezaba y acababa con su protector. Como su mayordomo, era la persona de mayor confianza de su señor. Había sido formado a conciencia en letras y números. Una educación orientada a elaborar talentos sociales y mercantiles.
Por eso, había reunido un grupo armado de escolta con dos carretones que se abrieron paso con dificultades hacia la pescadería de la ciudad, en las atarazanas. Había negociado un precio por una gran cantidad de pescado en salazón. Tan ingente había sido el encargo, que pronto habría escasez del mismo, lo cual formaba parte del plan. Cuando se unían las malas cosechas a una epidemia, el resultado sería un hambre atroz. Por eso, pretendía especular con el precio y ayudar a enriquecer más la casa a la que servía. Pronto valdría el doble de lo que había pagado y, gracias al salazón, se conservaría lo suficiente antes de que se echase a perder. No le importaba el sufrimiento de la gente o que ayudase a empobrecer más a la población. Es más, la idea había surgido de Nuño que, sabiendo que la carne y el pan empezaban a escasear, lo siguiente serían las rentables ostras y finalmente el pescado. Una oportunidad que no podría dejar pasar. Además, seguro que su Excelencia le recompensaría.
La comitiva pasó por la calle de la Mar[1], dejando a la derecha el Compás de la Laguna y el prostíbulo de la ciudad. Aún recordaba, con lascivia, las caricias de la fogosa Munia, cuando él era más joven. Recorrió y franqueó el improvisado barrio de los carreteros, toneleros y demás, que había disminuido su actividad, pero aún proseguía. Buena señal. Finalmente llegaron a las Reales Atarazanas y realizaron la transacción. Sólo restaba volver atrás para trasladarlo a un almacén propiedad de la familia, entre la Puerta del Sol[2] y la Puerta de Córdoba[3]. La escolta armada disuadiría que el populacho hambriento intentara hacerse con parte de la mercancía. La gente desesperada era capaz de cualquier cosa.
El transporte se llevó a cabo sin incidencias, más allá de las dificultades obvias del firme de Sevilla, procediendo a guardar el contenido ya de noche. Sólo hubo una cosa con la que Nuño no había contado. Pocos días después, antes de que la escasez se empezó a hacer patente y la peste inició a ser realmente virulenta, aquellos matarifes contratados por su discreción en el pasado, cambiaron de parecer. Decidieron que no morirían de hambre o se arruinarían en el mercado negro sabiendo dónde había alimento. Nuño quedó estupefacto cuando se dio cuenta de que se habían llevado casi tres quintos del pescado cuando la ciudad empezaba a ser un caos: el mes de mayo, antes de que llegase el pico de la enfermedad.
Nuño sabía que las autoridades no moverían un dedo tal y como estaban las cosas. Con lo que quedaba, no habría ni para recuperar lo invertido. Deseó que la tierra se lo tragara, ya que él mismo había elegido a los cuatro integrantes de la escolta.


[1] Actual calle García de Vinuesa.
[2] Ubicada al final de la calle Sol, frente al colegio Salesianos.
[3] Adosada a la Iglesia de San Hermenegildo, en Ronda Capuchinos.

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