Quinto relato de «leyendas oscuras de otro tiempo»

Cazador


No se conocen apenas asesinos seriales sevillanos, «El arropiero» es el más prolífico y no operó en la ciudad, pero no destaca la urbe por ser nido de grandes y destacados psicópatas. Gracias a Dios. Seguro que como suele suceder, alguno escapa de la justicia y nunca se sabrán las fechorías que han hecho en su deshonrosa vida. Hoy hablamos de un hombre calculador, un proyecto de asesino serial que estaba descubriéndose a sí mismo.

Esta Historia sucede en medio del siglo XIX de la Sevilla costumbrista de la época. El protagonista se llama Saturnino Pazos, tercer hijo de cuatro de un severo boticario. Más allá de ser un hijo no deseado tanto por su madre como por su padre, le tocó arrimar el hombro siendo aún muy niño. Para deshacerse de una boca que alimentar, su padre le hizo alistar muy joven en el ejército. Tuvo la desgracia de que haciendo el servicio dio inicio la Segunda Guerra Carlista sirviendo al gobierno oficial. Allí fue herido y licenciado tras cinco años de servicio, alcanzando el rango de cabo y con el logro personal de haber matado a tres enemigos con sus propias manos. Restablecido a la vida civil, y gracias a lo aprendido en la guerra, abrió una carnicería en las inmediaciones de San Ildefonso, donde pronto tuvo unas rentas estables. Era retraído con la gente, especialmente con las mujeres, lo que impedía que tuviese opciones de casamiento, pero se hizo famoso por sus dotes y honradez.

Pero la vida personal de Saturnino era de todo menos estable. Con secuelas físicas de la guerra, ocultas a la vista, con su corazón cargado de ira y rencor, y un apetito sexual voraz, un monstruo se estaba gestando. Es más, sus preferencias «amorosas» rayaban lo exótico, pues prefería tener relaciones con prostitutas con la menstruación. La sangre le atraía y le excitaba. También tenía relaciones con el género que despachaba. No pasaba un día en que no tuviera al menos dos eyaculaciones ya fuese mediante la masturbación convulsiva, utilizando a animales para ser despiezados y vendidos, o con prostitutas cuando la economía se lo permitía. Fue el primer síntoma de que algo no iba bien. El detonante de su furia asesina llegaría pocos años después.

A la edad de 28 años, y casi por accidente, estranguló a una prostituta mientras realizaba el acto por el que había pagado. Sólo le entristeció que fuera una muerte «limpia y rápida». Lo primero que le vino a la mente fue la preocupación de que las autoridades lo relacionasen con la muerte de la mujer de alguna forma. Quizás alguien lo viera iniciando la transacción económica o yendo de camino al «picadero». Sin embargo, como había sido un encuentro relativamente fortuito cercano al río, a pocos pasos de la Puerta de San Juan, pudo deshacerse del cuerpo sin problemas y nadie se molestó en investigar. La segunda lo planificó más y mejor. Quería exprimir el placer y experimentar para descubrirse a sí mismo. Sabía que debía irse a un lugar aislado donde poder dar rienda suelta a su retorcida mente. La llevó a los caños de Carmona con la excusa de escapar del sofocante calor del verano sevillano y de indiscretas miradas. Allí, entre dos pilares, mientras realizaba el acto sexual, sacó un cuchillo de su trabajo y la degolló alcanzando el orgasmo mientras la joven chica gorgojaba con su propia sangre. Luego la apuñaló repetidamente después mientras volvía a tener relaciones con el ahora cadáver de la prostituta. Luego se limpió con el agua del Tamarguillo y la lanzó a éste tras transportarla con una carretilla de mano. Con su tercera víctima el modus operandi fue muy similar, sólo que descuartizó el cuerpo antes de tener relaciones para la segunda vez. A partir de aquí, se volvió confiado. Nadie buscaba al asesino de las prostitutas aunque entre ellas se comentaba la desaparición de alguna compañera.

Saturnino ya había alcanzado lo que quería, había descubierto lo que le satisfacía y cómo conseguirlo sin que nadie le rindiera cuentas. Pero quería más, investigar nuevas formas de llevar a cabo más perversiones. Y más prolongado en el tiempo. Se lo tomó con calma y aguantó sus ganas para escoger el momento y la víctima ideal. Quería un reto. Y uno de sus clientes más oscuros y con menos luces le dio uno.

El aludido era un tal Eulogio, un alfarero muy aficionado a las mujeres del viejo oficio, a las que dedicaba buena parte de su estipendio. Al principio fue tímido con Saturnino, pero al ver que era soltero y sin perspectivas, fue soltándose cada vez más hasta lograr una comprensión y complicidad. Él le decía dónde encontrar nuevo y mejor género. Pero le había dicho que había algo absolutamente delicioso en una casa entre Sevilla y Alcalá, una mujer extraordinaria y fuera de lo común. La llamaban «la mora» porque decía que provenía de Marruecos. Supuestamente. Saturnino intrigado pero cauto, no le pidió detalles al redomado putero, aunque le fue sonsacando sutilmente la información. Tardó semanas, pero logró todo lo que necesitaba.

La mujer tenía una vieja casucha donde ejercía aunque sólo en plena madrugada. Si estaba libre y disponible, dejaba un candil encendido en la puerta. De otro modo, nunca jamás atendería a las demandas de sus clientes. Al parecer era dispuesta, cara y realizaba toda clase de perversiones.

Saturnino lo preparó todo, primero quería tantearla antes de considerarla digna de ser asesinada. No obstante, se llevó su cuchillo por si la ocasión lo mereciera. Tres noches se le adelantaron o vio gente en los alrededores. Al cuarto día, un martes, parecía que por fin no había clientes en los alrededores y el farol estaba encendido. Esperó unos minutos mientras rumiaba algo. Cuarto día para cuarta víctima. Parecía el destino. Esta vez, si lo mereciera, haría lo que quisiera. Nadie la escucharía pudiendo prolongar la agonía de la mujer y luego quemaría la casa para tapar toda posible evidencia. Ella misma se había cavado su propia tumba al vivir tan aislada.

La mujer que le abrió la puerta sin duda era exuberante, muy atractiva, pero tosca en sus rasgos. Portaba poca ropa pese a ser ya otoño y hacer mal tiempo. Morena de piel, ojos negros, labios carnosos, pelo rizado, moreno y ensortijado, llena de collares y pulseras. Explotaba su aspecto exótico, aunque su forma de hablar la delataba como «producto local». Aunque eso no la desmerecía. «La mora» le hizo pasar, le interrogó quién le había hablado de ella, de qué se ganaba la vida y qué gustaba hacer. El respondió con total sinceridad, en todo lo que podía decir. La charla fue agradable, incluyendo las tarifas de la mujer, mientras le daba un poco de vino a la lumbre de la chimenea. La mujer hacía movimientos sensuales mientras hablaba con él. Cuando se dio cuenta, Saturnino tenía una enorme erección. Pronto se sorprendió a sí mismo tocándola llevado completamente por la lujuria.

Sin embargo, todo se truncó cuando encontró una sorpresa que le paralizó instantáneamente: esa mujer tenía pene, era hermafrodita, un milagro de la naturaleza. Además, su miembro viril era bastante grande. Aturdido, Saturnino no reaccionó bien. Trató con torpeza de agarrar su cuchillo y matarla aunque no pudo. «La mora» estaba acostumbrada a situaciones así y supo leer sus intenciones. Sacó de su ensortijado pelo un enorme clavo que se lo hincó en el hombro. Esto hizo que el carnicero soltara el arma y cayera de rodillas. Con gran velocidad, «la mora» le puso una cuerda entorno al cuello y se colocó a su espalda. Para su sorpresa, se encontró a merced de la mujer, que le hizo inclinarse y lo deshonró con virulencia. Era fuerte y se recreó hasta el hartazgo. Los minutos se hicieron horas para Saturnino no pudiendo hacer otra cosa que gemir y aspaventarse. «La mora», una vez saciada, le robó todo su dinero, le advirtió que sabía lo suficiente sobre él para hundirle la vida, que si intentaba hacerle algo la próxima vez lo mataría y acabó por golpear la confusa cabeza de Saturnino con un palo que tenía a mano.

El carnicero se despertó antes del amanecer con un terrible dolor de cabeza, pero sobretodo en el recto, que sangraba levemente y le dolía tanto que casi no podía andar. Dando tumbos y sin parar de sollozar, Saturnino vagó hasta que notó que todavía tenía la cuerda entorno al cuello. Y es lo que usó para ahorcarse en el primer árbol que encontró. El cazador fue cazado y su psique dominadora cayó cuando se sintió dominado.

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