Cuarto relato de «leyendas oscuras de otro tiempo»

Súplica desde la oscuridad


Más que una leyenda es un cuento personal derivado de una pesadilla y con humildes reminiscencias del gran Edgar Alan Poe. Un relato que mostrará el coraje de una mujer que se dejó guiar por su instinto. Pocos se hubieran atrevido a tanto. Procedo:


Nos trasladamos a la Sevilla de inicios de 1900, una ciudad por entonces provinciana que muy lentamente esperaba resurgir de su declive social y económico de los últimos cien años. En este contexto, un reputado médico de familia, el doctor Yáñez, poseía una casa cercana a la derribada Puerta Real, en las inmediaciones de la calle Gravina. En su casa poseía su consulta, como era habitual en aquellos tiempos, donde atendía a hombres y sobre todo a mujeres. De gran prestigio personal y viudo desde muy joven, su profesión era su vida. Venían personas de toda índole y condición porque adaptaba sus tarifas a los bolsillos de cada familia. También participaba de nuevas terapias y formaba parte de diversos comités relacionados con la beneficencia de la ciudad. No alternaba en cafés o tertulias y se le solía ver poco en actividades ociosas o de alta sociedad. La mejor forma de verlo fuera de su hogar era dando largos paseos con su perro. 

Ocurrió un día que una mujer, la señora Alegría Martín, conocida por su perseverancia, curiosidad y buenos modales, fue a ver al buen doctor. Sin embargo, no fue a verlo por sus dotes médicas, sino por su labor filantrópica. Desposada con un adinerado hombre de negocios, Alegría había abierto una modesta revista, casi un folleto, de corte casi periódico donde se hablaba de actualidad y focalizada principalmente hacia el público femenino local.

En un momento que fue al baño, escuchó un extraño ruido en la planta baja. Ni corta ni perezosa, la señora Martín fue a fisgonear que había tal producido ese ruido. Tras abrir un portón, se encontró una sala prácticamente en total penumbra, con las ventanas completamente selladas para que no entrase la luz y sólo iluminada por una tenue lámpara de aceite apoyada sobre una cómoda. El aire de la sala era pesado, con polvo concentrado y se notaba viciado. Al ser pleno día de primavera, sus ojos tardaron un poco en acostumbrarse a esa escasa luz. En el suelo de madera, había un gran agujero por el que por poco se precipita la buena señora, prueba de la dejadez de la estancia. Recobrada del susto y habituada su vista, avanzó hacia la luz bordeando la oquedad hacia la silueta de lo que parecía ser un viejo lecho. Entonces llegó el verdadero susto. Una señora mayor yacía en él. Con muy poco pelo y ralos, la piel blanca y pegada a los huesos, se encontraba completamente inerte, parecía una pesadilla hecha realidad. A la pobre Alegría casi le da un infarto y ahogó un grito como le fue posible. Sin embargo, su valentía era más fuerte que su miedo y sólo dio dos pasos atrás. Segundos después, recobró la compostura y se acercó a la cama. Necesitaba comprobar que la mujer respiraba ya que sus ojos, casi hundidos en sus cuencas, ni pestañeaban. Durante un segundo, sólo un segundo, sus miradas se encontraron y volvió a esa expresión ausente. Esa mirada le infundió compasión, no recelo.

En ese instante llegó una enfermera con una lámpara en la mano, una que no había visto antes la señora Martínez. Le rogó que volviera con el buen doctor en tono casi de orden y que la paciente no debía ser molestada bajo ningún concepto. Periodista y curiosa, no pudo evitar realizar un interrogatorio al médico sobre la señora que había encontrado. Era menester.

El doctor Yáñez, sin aspaventarse en ningún momento, le habló sin tapujos sobre ella: era su madre que había padecido una grave y extraña afección que la había dejado en la cama de por vida desde hacía unos años. Estaba realizando un tratamiento experimental que consistía en que, con la oscuridad y la tranquilidad, sumergiría a la paciente en una especie de sueño onírico para que sus últimos días fueran placenteros y suavizarle el tránsito a la otra vida. Cada dos horas, la enfermera que tenía contratada comprobaba que todo estaba en orden tanto en limpieza, como estado anímico y la alimentaba dos veces al día. Igualmente reportó que era mejor que no se supiese nada de esto al tratarse de algo de índole muy personal y no demasiado agradable. Las respuestas podían haber sido suficientes para cualquiera, y más con el tono afligido y profesional del galeno. Pero no para Alegría, que era minuciosa en su trabajo. Más le convenció cuando le dijo que su madre apenas respondía a estímulos, siendo imposible que sus miradas se cruzaran. Pero ella estaba convencida de lo que vio a pesar de la escasa luz.


Así comenzaron sus pesquisas sobre el doctor Yáñez, con discreción y tesón. La imagen de esa señora en el lecho la atormentaba y la mirada casi de súplica que cruzaron durante ese segundo le había obligado a no conformarse con una respuesta fácil. No le llevó mucho descubrir que la madre del doctor Yáñez había muerto hacía casi veinte años atrás de una pulmonía e incluso encontró el médico que certificó su muerte. Le pareció igualmente extraño que su mujer se suicidara lanzándose al vacío no llevando ni un año casados. Indagó sobre la enfermera y encontró que era una mujer sin formación, traída de la calle y con una pasado violento, poco apropiada para cuidar de un enfermo. Nada tenía sentido. Compartió la información con su marido, que si bien se mostró receloso al principio, no podía negar que todo era muy irregular y sospechoso.

Finalmente, el doctor Bolaño, un amigo del esposo de Alegría y hombre con una reputación aún más intachable que el doctor Yáñez, reafirmó que no había leído o escuchado nada semejante a esa «terapia» que mencionaba su colega de profesión. Avisadas las autoridades, se investigó el hogar con discreción al principio. Pronto las evidencias salieron a la luz.

Resulta que el doctor Yáñez había estado experimentando con mujeres ancianas y abandonadas tratamientos de dudosa moral y discutibles repercusiones médicas. Encontraron centenares de escritos sobre el asunto de su propio puño y letra y media docena de mujeres enterradas en el sótano. Se había endiosado y prendado tanto de sí mismo que el médico buscaba el control absoluto del cuerpo humano para obtener reconocimiento. Llevaba al menos once años torturando a aquellas pobres almas. Lo curioso de todo esto es que la señora postrada en el lecho falleció poco después de que se descubriera todo el pastel. Como si se mantuviera con vida sólo esperando a que todo se resolviese y saliera la verdad a la luz. Y, en teoría, estaba catatónica, no pudiendo explicar la ciencia médica lo que vio Alegría. O mejor dicho, la habían vuelto catatónica.


Comentarios

Entradas populares de este blog

Canon de belleza en Roma

Carreras de cuadrigas en el Imperio romano

Salud y sexo en la antigua Roma