Tercer relato de «leyendas oscuras de otro tiempo»

Última pieza


Nadie puede negar que hay talentos variados. Algunos se pasan la vida buscando lo que se les da bien al tiempo que otros tienen la fortuna de saberlo y desarrollarlo a lo largo de su vida. Hay gente que está hecha de una pasta distinta, también hay gente que posee una aura especial y gente que posee un talento innato. Un hecho insólito se dio con un hombre que poseía un poco de todo lo mencionado anteriormente. Insólito… y perturbador.

La leyenda nos traslada a mediados del siglo XIX, y nos la cuenta un hombre llamado Lambert, un burgués que en el lecho de muerte la redactó para la posterioridad. Así pues, en el ocaso de su vida cuando su pelo se había teñido completamente de gris, delegó la administración de sus propiedades en sus hijos y comenzó a disfrutar de las mieles de lo cosechado durante años. Después de realizar viajes por diversos rincones de la Europa continental, y una vez que había quedado viudo, pudo dar rienda suelta a su gran pasión: la música de tecla. Sin talento por mucho que se había esforzado a lo largo de su vida, buscaba con obsesión casi enfermiza al mayor virtuoso tocando un instrumento, ya fuese el piano, clavicordio o el órgano. Tres años estuvo tanteando diversos y talentosos músicos hasta que un día, en uno de los círculos que frecuentaba, oyó hablar sobre uno especial llamado Wilhelm. Se decía que era requerido en numerosas iglesias y catedrales de Europa y que nadie sabía como él, elevar la música sacra y profana.

Se entusiasmó con la idea, sin embargo, ya daba pocos conciertos privados y acudía a menos llamadas ante una competencia más joven. Finalmente, pudo encontrarse con él en el verano en una reunión de amantes de la música en Venecia. Con una edad aproximada de cincuenta años, se caracterizaba por ser espigado y muy delgado, con unos pómulos muy marcados, poca expresión en su rostro enjuto, marcada alopecia con ralos pelos de un negro casi azulado a ambos lados de su redonda cabeza, ojos lánguidos, nariz estrecha y alargada, boca delicada y dientes razonablemente parejos. Sus brazos iban siempre pegados al torso con sus manos callosas con dedos largos y huesudos siempre enlazados a la espalda.

Sin embargo, aunque pudiera parecer inquietante, se trataba de una persona sencilla, amable, cordial y con voz agradable que hablaba francés e italiano, además de su lengua materna con notable fluidez. Igualmente, aunque era hombre de pocas palabras pero destacaba por tener siempre una buena palabra en todo momento y se le notaba esa sensibilidad que le hacía estar muy unido a su familia.

Lambert se maravilló ante las dotes interpretativas de Wilhelm. Lo escuchó por primera vez en la catedral de Reims y quedo extasiado. No podía creer que alguien tuviera tanto talento, dejándose llevar por su pasión cuando el momento era oportuno o delicado si debía. Su oído experto no detectaba imperfecciones o errores. Casi parecía brujería. Quiso conocerlo en persona y lo logró dos meses después en Milán. Lambert mostró sin tapujos su devoción y le preguntó sobre su siguiente recital. Agradecido, el austríaco le invitó a su última actuación en Estrasburgo antes de retirarse a su modesta casa de campo a esperar sus últimos días en paz. Lambert acudió, pero no aceptó que un músico con tantísimo todavía que dar dejara su oficio tan pronto. Era mayor sí, pero todavía le podía quedar una década de buena música.

Un mes después de la excelente interpretación realizada en  Estrasburgo, Lambert le requirió en la catedral de Salzburgo. Había convencido a unos influyentes amigos de la magnificencia del intérprete y que no escucharían a nadie igual en su vida. Tan alabadoras fueron las palabras que la misiva no se hizo esperar. Wilhelm, cortésmente, le respondió una educada carta agradeciendo su apoyo y elogios pero que había decidido que era hora de finalizar su carrera. No obstante, Lambert era obstinado y perseverante. Cualidades que le habían ayudado en enriquecerse tanto. Dos meses le estuvo hostigando con cartas tanto suyas como de otros hombres ricos e influyentes para que diese un último concierto. Su esperanza, ya que creía que nadie es inmune a los halagos, era que eso sirviera para dar algo mas de tregua a ese retiro para deleitarse un poco más con su música.


Obligado por la reiterada insistencia, aceptó el ultimo encargo como una gracia para dos semanas después de la respuesta a la misiva. Radiante, Lambert comenzó los preparativos con su camarilla. El día elegido fue el segundo viernes de noviembre, un día lluvioso, pero eso no amedrentó a centenares de personas de toda índole y condición que llevaban días escuchando los rumores del talento de aquel hombre y el revuelo que se estaba creando entorno al evento.

Cuando llegó el músico, se hizo el silencio. Había algo extraño en él. Quizás parecía mas sombrío de lo normal y de aspecto más famélico, pero nada de eso importaba. Había demasiada curiosidad y expectación. Wilhelm dio, quizás, la mayor versión de sí mismo, lleno de pasión y fulgor. Durante el tiempo que estuvo en el órgano, la mayoría de los presentes se olvidó de su materia corpórea y rozó el cielo por unos minutos. Tanto para los entendidos como para los paganos en la materia. Un placer celestial y digno de todo elogio. Cuando terminó, la turba esta tan extasiada que no se dio cuenta de la partida del gran músico, no pudiendo darle sus vítores.


Lambert no quiso darse por vencido y al día siguiente, ya con un sol de justicia, fue con su carruaje a visitarlo en persona junto con un grupo de amigos tan excitados como él por su talento. Su hogar no quedaba a más de unas horas de la ciudad. Y aquí vino lo perturbador. Cuando llegaron descubrieron con horror que Wilhelm había fallecido tres días atrás y que estaban velando su cuerpo desde entonces. Una afección respiratoria se lo había llevado. La obligación del músico para con su profesión fue tan grande, que su espíritu decidió dar un ultimo concierto para quienes con tanta insistencia le estaban esperando.

Lo extraño y lo que le quitó el sueño por días a Lambert es que el organista cuando llegó a tocar por última vez, estaba seco y que sus pies no tocaban el suelo. Entonces estaba tan impaciente que ni se percató de ello. Su mente lo relegó. Y ahora que había descubierto la verdad, estaba agradecido y perturbado.


Comentarios

Entradas populares de este blog

Canon de belleza en Roma

Carreras de cuadrigas en el Imperio romano

Salud y sexo en la antigua Roma