Primer relato de «leyendas oscuras de otro tiempo»

Muerte roja


A todos nos es conocida la «Peste negra» o la «Muerte negra» que sacudió Europa, Asia y África en el siglo XIV. No fue la primera vez que tenemos conocimiento de esta enfermedad: Grecia, Roma o incluso los bizantinos en tiempos de Justiniano habían sufrido este mal y lo que ello conlleva con siglos de anterioridad. Es más, lo sufriría el mundo hasta hace bien poco. No obstante, hay todavía debate entre los expertos sobre si esta enfermedad es exactamente la misma que la Peste bubónica, porque hay ciertas diferencias, siendo posible que fuese una cepa distinta, más dura y agresiva o una combinación de varias enfermedades atacando al mismo tiempo. En cualquier caso, puede que la peste de este siglo matase a más de 100 millones de personas en el mundo. Estamos hablando del 20% de la población mundial, aunque no estamos seguros ya que es difícil hacer una estimación en esta época. Incluso es difícil en la actualidad con los medios disponibles.

Sin embargo, hay una leyenda que creo que es menester transmitirles con respecto a este tema. Dicha leyenda ha sido ampliamente modificada por mí y alargada con el fin de hacerla más jugosa y entretenida. Permítanme.

Se cuenta que cuando llegaron los primeros portadores a Europa, comerciantes genoveses que venían de la península de Crimea, la enfermedad se transmitió con gran velocidad y difusión por el Mediterráneo y más allá. Fue difícil pararlo, por no decir casi imposible. Sin embargo, una prolífica familia burguesa tomó cartas en el asunto y decidió llevar a cabo una solución con una rapidez pasmosa en los primeros compases del azote de la enfermedad: comprar un poblado amurallado en una colina. Una reliquia de otro tiempo que había sido olvidado por reyes, príncipes y nobles en el tiempo. El enclave era perfecto: sólo dos accesos, una puerta principal y un postigo menor, verdes pastos para los animales en los alrededores y algunas extensiones cultivables dentro. Además, tenían un suministro natural de agua dulce procedente de las montañas y estaban sólo a dos jornadas de la costa.

La familia Pizzi, de más de cincuenta integrantes con sus acompañantes, pagó una elevada suma y se hizo con todo el territorio. No sólo eso, dejó a los vecinos quedarse y continuar sus vidas a cambio de servirles en los duros tiempos que se avecinaban. Así, casi un centenar de familias harían las veces de campesinos, pastores, sirvientes, herreros, panaderos, carniceros, guardianes e incluso amantes. Curiosamente, para estas sencillas gentes, no hubo ningún cambio sustancial en sus vidas. Al revés, libres de infección, mejoraron su calidad gracias a sus nuevos mecenas.

Los Pizzi había traído especias, animales, semillas, libros, joyas, tejidos, perfumes, armas y todo lo asumible para hacer su vida lo más cómoda, divertida y suntuosa posible. Incluso trajeron algunos sirvientes especializados como experimentados soldados, pasteleros, músicos y danzarines para amenizar sus jornadas. En el invierno, cuando peor se ponía el tiempo, una vez cada dos semanas organizaban verdaderos festines y el vino y los licores corrían a raudales.

Si bien la vida se vivía con cierta holgura, no obstante, nunca bajaron la guardia con la seguridad, impidiendo el paso a cualquiera que se acercara. Llegaron a una psicosis total no dejando entrar a nadie de fuera y sólo unos pocos pastores podían salir de las murallas a condición de no alejarse nunca del campo de visión de los guardias. Todo aquel que no atendiera a los avisos, era asesinado sin más. No había, ni se permitía injerencias del exterior. Se aislaron por completo.

Su único nexo con el exterior era una familia que se había negado a vivir bajo estas reglas y que habitaba fuera del recinto amurallado. Tenían prohibido entrar o interactuar con el interior salvo que fuese una conversación desde lo alto de la muralla. Una vez al mes, alguno de sus miembros bajaba a la costa para obtener todo lo que sus señores demandaban.

Los primeros años, mendigos, pobres y burgueses quisieron unirse a esta nueva realidad, pero por miedo a contagiarse, nunca nadie más entró. Independientemente de la cifra ofrecida, las futuras alianzas comerciales posibles en el futuro, las súplicas o las amenazas. Los Pizzi no escuchaban y si alguien no entendía los avisos, eran asaetados sin piedad y sus cuerpos tirados por un barranco por la familia asentada fuera.

No fueron pocos los que serían asesinados en las puertas del pueblo. Y esto provocó que el sacerdote del lugar, el padre Tomassino, protestara vehementemente. Hombre devoto y entregado, meses protestó y duramente criticó el libertinaje y la forma de vida de las gentes del pueblo mientras la gente moría fuera. Sus protestas, desoídas en todo momento provocaron finalmente su expulsión bajo amenaza de ejecución. Hecho una furia, se fue excomulgando a los vecinos de la población y buscando refugio en el pueblo más cercano. No hubo relevo. Nadie podía entrar, ni tampoco quería. Cayeron en la depravación y en la molicie por los gritos festivos que se escuchaban desde el exterior de las murallas. Es más, los pueblos de los alrededores se desvincularon de esta gente por su egoísmo, su abandono, su falta de escrúpulos y moralidad. Sólo la familia ganadera del exterior mantuvo el mínimo contacto.


Y así fueron pasando los años. Poco a poco, la gente se fue olvidando de este lugar y ya poca gente en la región se acordaba de ellos. A medida que la enfermedad fue remitiendo y progresivamente se fue restaurando la normalidad a costa de una gran mortandad, la historia de este lugar dio paso a rumores y leyendas. Se convirtió en una anécdota donde algunos dudaron de su existencia real. Mientras, en el pueblo de los Pizzi, habían sobrevivido todos, pero no sabían que la pandemia había acabado. Todo continuaba como cuando el azote llegó. Bueno, no exactamente todo, pero sí su concepción apocalíptica del mundo.

Diez años después de confinarse voluntariamente, un joven ladronzuelo oyó en una taberna sobre esta peculiar familia y su historia. No pudo resistir la tentación de entrar a robar en un lugar con tantas riquezas. Dos días después, examinó el muro desde la distancia al atardecer. Era menos alto de lo que pensaba y el lugar parecía tranquilo. Al abrigo de la noche se acercó, comprobó que no había centinelas cerca, ni antorchas que lo delataran y con ayuda de una cuerda, escaló el muro. Le sorprendió la negritud y la soledad del lugar. Le estremeció tanto que un escalofrío le recorrió todo el espinazo. Pero no quería darse la vuelta y volver por donde había venido. Ataviado con una daga caminó por sus calles buscando el edificio de mayor entidad ayudado sólo por la vaga luz de la luna. Finalmente, cuando lo encontró, siempre acompañado de un absoluto silencio, cambió de parecer: seguro que el lugar se había vaciado, quizás lo hubiesen abandonado tiempo ha. Por ello, prendió con dificultad una antorcha que se encontraba apagada justo en la entrada y accedió al lugar con el mayor sigilo posible. La puerta no estaba atrancada. Un hedor nauseabundo le sobrevino. Tuvo que aguantar las incesantes arcadas y los reflujos de bilis que le venían. Utilizando su antorcha, avivó todos los braseros cercanos hasta dar una correcta iluminación al lugar.

Lo que fue descubriendo le pareció salido directamente del infierno. Sangre seca, cadáveres en descomposición y de todas las edades por doquier, comida podrida y un caos monumental. Incluso las paredes tenían dibujos realizados con la sangre de las víctimas. Parecía que estaban celebrando un banquete cuando la violencia se desató. El chico, aterrado, gritó y salió corriendo con la antorcha en la mano. Corría por las calles del pueblo hasta llegar al postigo trasero, que estaba entreabierto.


Tres días después, avisadas las autoridades pertinentes, un grupo armado comprobó el lugar. Llevaban meses muertos. Algunos decían que fue por un maleficio que los hizo enloquecer. Otros que fue su impiedad que hizo que Dios los castigara. Alguno afirma que fue una entidad maligna. Otros más pragmáticos dicen que enloquecieron.

La explicación llegó dos años después. Uno de los miembros de la familia que servía desde el exterior a los Pizzi, pasó por allí en una escala de viaje hacia el Norte. Contó que las gentes del poblado empezaron a desconfiar entre ellos días tras día después de que fueran degenerando en sexo y violencia. Se volvieron huraños y mezquinos. Los pastores dejaron de salir. Su degeneración y una serie de miedos surgieron dentro de los muros por las cosas que habían hecho. El miedo es tan poderoso que lo corrompe todo y vuelve a los seres humanos estúpidos. La familia del exterior, vio cómo se corrompían y la psicosis se apoderaba de ellos sin que nada pudieran o les dejaran hacer. Se disminuyó el contacto con ellos y las peticiones de cosas del exterior se redujeron hasta que no quisieron saber nada de ellos. Finalmente, en el noveno otoño desde su enclaustramiento, en una noche nublada, empezó el horror. Sólo oyeron gritos y refriegas dentro del muro, pero con una violencia inusitada hasta entonces. Al amanecer, sólo silencio. Tres días después, entraron y vieron cómo se habían matado unos a otros de las formas más terribles y sádicas posibles. Ni uno quedaba vivo. Ni siquiera los animales de compañía.

Sólo había una cosa que hacer: tomar todo lo posible de valor y largarse de ese lugar maldito, cosa que hicieron dos días después. Ricos. El pago por su servicio. Todo eso lo provocó la «Muerte roja», la que está dentro de las gentes que pierden la perspectiva. La locura, el pavor, la insensatez y la desconfianza. Fue aquella asociada a la pérdida de moralidad y todo rastro de humanidad. Se asomaron a un pozo oscuro y ninguno pudo salir.



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