Segundo relato de «leyendas oscuras de otro tiempo»

Venganza aritmética


De todos es sabido la cantidad de leyendas de brujas que circulan a lo largo y ancho del mundo. La mayoría son fruto de los miedos generados por la conciencia colectiva, las envidias, el morbo o simplemente la imaginación del ser humano. No seré yo quien quite magia a este mundo, siempre y cuando eso no se traduzca en prejuicios y muertes absurdas. De quien sea.


La mayoría de los casos conocidos en los que se acusó a alguien de brujería fueron viles mentiras o invenciones para cobrarse odios y buscar venganzas personales. Sin embargo, hoy trataremos una de sus excepciones más peculiares.


En pleno siglo XV, en una región boscosa de Centroeuropa, vivió una señora que hoy llamaríamos extravagante. La bautizaron con el nombre de Clotilde y no tuvo una vida fácil aunque ella también tomó decisiones discutibles. Su infancia estuvo dentro de la norma de la época, pero siendo una adolescente, sus padres, campesinos con cierta fortuna, murieron a causa de la guerra como daño colateral y ella quedó a cargo de sus dos hermanas pequeñas. Tras tres años muy duros, hizo ingresar a la pequeña en un convento y la mediana la esposó con un carnicero siendo casi una niña. Así Clotilde, libre de ataduras, cumplió su sueño de irse a una casa en medio del bosque para vivir tres años con la anciana Úrsula, una famosa curandera. Obsesionada con el mundo mistérico que rodeaba a esta mujer, fue una aprendiza ejemplar y desarrolló con ella un vínculo especial. Ella le enseñó todo lo que sabía acerca del cuerpo humano, los preparados y las formulas a emplear. Volcó todo su conocimiento, hasta el que no usaba a la joven promesa, esperando que siguiera su legado con unas férreas normas de responsabilidad en su uso.


Clotilde se volvió una experta en los remedios caseros y naturales hasta que la anciana murió por causas naturales. Entonces volvió al pueblo siendo requerida como partera y santera. Además, había estudiado la forma de hablar a la gente, como utilizar tanto su voz como su cuerpo para obtener lo que quería de cada persona, rompiendo así la principal norma de la vieja Úrsula: no usar sus conocimientos para abusar del prójimo. Fuese quien fuese. Aprendió a manipular y que se exageraran su logros. Poco a poco, consagró su fama hasta que acabó siendo acogida por una familia noble que la instaló en un torreón de su castillo. Tenían un hijo de salud febril y querían tenerlo cerca. Durante años cumplió su labor con bastante eficiencia, aunque se le sospechaban fallas en su método. Además, algunos la acusaban de usar malas artes y ritos oscuros, pero la familia noble la protegía. No le importaba nada de esto mientras su hijo estuviese a salvo. Clotilde así llegó a la edad de treinta años, aún lozana, con una buena posición (aunque no asegurada) y con todos sus caprichos satisfechos.

Pero se volvió avariciosa y sedujo al hijo enfermizo de los nobles que apenas contaba entonces con diecisiete años de edad. Utilizando filtros de amor y dudosas estratagemas, se entregó a él y este no tardó en pedirle que se desposaran. Evidentemente, la respuesta de la familia fue negativa y de obvio enfado. Era verdad que él era sólo un segundón y no heredaría el título principal, pero tampoco aceptarían a una villana en la familia. Clotilde tampoco fue expulsada del torreón temiendo que utilizara sus conocimientos en contra del joven o la familia, que recibieron sutilmente el consejo de la «curandera». Igualmente se excusó frente a ellos por tan descabellada idea, alegando que no deseaba rechazar a tan noble joven y que no había sido idea suya. A él no le importó las órdenes de sus padres e incluso las amenazas de desheredarlo, proponiendo escapar juntos una vez que estuvieron solos. Clotilde, truncado su sueño de asentar su posición, lo rechazó con desaire. Esto provocó que el joven enamorado se ahorcase desesperado.


Inmediatamente, los familiares culparon a Clotilde de la desgraciada muerte y fueron a apresarla en su torre acusándola de «haber embrujado a su virtuoso hijo». Viendo desde la parte superior las antorchas y los gritos de furia de la turba que pretendía prenderla, predijo rápidamente su final. No tenía escapatoria y sabía que no podría usar sus talentos para escapar de esta. Sólo tenía tiempo para usar algún conjuro que la vieja Úrsula le había mencionado de pasada, pero no había atendido bien, pues su función en la vida era medrar, no hacer daño físico a otras personas. Con torpeza, realizó lo primero que recordó haciendo el ritual apresuradamente y con poco cuidado. Antes de que se diera cuenta, estaban aporreando la puerta que pronto cedería. No había terminado de hacer su maleficio y culminar su chapucera venganza cuando consiguieron acceder a la parte superior del torreón. Cerrando el conjuro de prisa y corriendo, se lanzó al vacío sólo un instante antes de que un esbirro la tomara de un brazo. Fue su final.


Más de cuatrocientos años han pasado de aquella anécdota y sería una leyenda más con moraleja si no fuera por un pequeño detalle. Se recuerda a Clotilde por otro asunto. Cuando alguien va a visitar el torreón, el guía local pide a los turistas que cuenten en silencio los escalones para subir al mismo. Cuando llegan al destino, no sólo ninguno de los presentes coinciden en el número de escalones que han subido y que tampoco coincidirán con los que bajan, sino que tampoco coincidirán con otras veces que se suba o baje dicha torre. Un maldición inconclusa que se quedó en un extraño problema aritmético.










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