Microrrelato V «voces anónimas de la Historia»

La señora


El carruaje tirado por cuatro hermosos corceles pardos con crines beige se paró en el centro de la plaza del pueblo. Habían llegado a la hora esperada y como ella quería, dando el impacto que deseaba. Los habitantes de aquel paraje agrícola se acercaron con timidez. Hacía mucho tiempo que no veían una suntuosa carroza parándose en sus tierras. Llegaron justo a la hora en la que los jornaleros volvían de trabajar la tierra y las mujeres estaban en el hogar preparando la cena. La hora perfecta para que todos vieran a Fabiola bajar del vehículo de la mano de su marido, un burgués acomodado de la ciudad.

Ella descendió con una amplia sonrisa burlona al ver que los habitantes del burgo la reconocían como una de los suyos. Una hija del pueblo, aunque no se sentía una de ellos. Los despreciaba y quería hacerlo patente.

- ¿Ves querido? Este es el lugar que me vio crecer. ¿Horrible, verdad? – expresó con sorna y una risa arrogante.

El esposo sólo sonrió mientras le tomaba de la mano paseando entre la población que murmuraba, pero ninguno alzaba la voz. ¿Cómo se atreverían ante gente rica y de ciudad? Fabiola había tenido la oportunidad brindada por la vieja Marquesa de ir a la capital bajo el cuidado de una buena familia y formarse. La única persona a la que respetaba y quería ver en el pueblo. Ni a su familia, que le recordaba sus modestos orígenes. A la noble le debía la oportunidad de cambiar su estrella y casarse con un burgués viudo y adinerado. Ya no sería una campesina más, triste y con una vida mísera.

La Marquesa era una mujer cultivada, con una vida agitada, que decidió tener una vejez tranquila en el hogar de sus padres. Pero como mujer inquieta, daba a los chicos y chicas del pueblo una educación básica, enseñando las letras y los números a cada uno. Incentivaba la lectura, prestaba libros y si alguno despuntaba, le sugería ir a la capital para aumentar su formación gracias a sus contactos. Con cierto respaldo económico, por supuesto. Fabiola fue uno de los pocos casos que quisieron llegar tan lejos.
Dirigieron sus pasos al antiguo hospicio que hacía las veces de escuela, sorprendiéndose al encontrar aún viva a la Marquesa. Estaba envejecida, sí, pero aún conservaba la elegancia aprendida y su mirada inteligente y despierta. Fabiola no disimuló su alegría por verla con tan buena salud y le presentó a su marido. Le agradeció todo lo que había hecho por ella y que sus esfuerzos habían dado sus frutos, ya que había huido de aquel infierno insulso y de esas gentes embrutecidas y vacías. La Marquesa, apoyándose en su bastón se sentó en una banqueta y se dispuso a dar una lección a la joven. Todo el pueblo escuchaba.

- Te mandé a la ciudad para tener más posibilidades, para que forjaras una vida más rica y plena. Te mandé para que leyeras, estudiaras y abrieras tu mente, no para que la cerraras y despreciaras a tus semejantes. Tu familia ha hecho muchos esfuerzos para recibir tal desprecio. Quería que aprendieras cómo funciona el mundo. Sin embargo, te has vuelto altiva y arrogante porque te has casado con un burgués viudo. Bien. Enhorabuena. Es el resultado de tener cierta belleza y algo de seso. Pero no desprecies a mi gente. No escupas sobre Catalina, que siendo viuda y con cinco hijos, ha sacado a todos y cada uno adelante. No difames a Francisca, que con un marido tullido, se desloma a diario para llevar el pan todos los días a la mesa. No infravalores el dolor de Juana, que ha tenido que mandar a su único hijo a la terrible guerra de Cuba. ¿Qué sabes tú del sacrificio? ¿Qué sabes tú del dolor? Esas mujeres han aprendido más de la vida que tú teniendo más oportunidades. Vuelve a la capital, desagradecida. Y no vuelvas más a mis tierras.

Ni Fabiola, ni su marido fueron capaces de replicar. Avergonzados, se dieron la vuelta y volvieron al carruaje ante la silenciosa muchedumbre, que miraba a la Marquesa con orgullo. Nunca más volvieron. Nadie les quería allí. Ni su propia familia, a la que no ayudó y ni se acordó de ella hasta que fueron muriendo de forma natural con el paso del tiempo. Ya envejecida, y con su hijos y nietos en una posición acomodada, pero menos de lo que cabría esperar, empezaron los arrepentimientos tardíos. Se dio cuenta que tuvo una vida lujosa pero vacía. No había tenido que luchar por nada, ni por nadie. Todo lo que le rodeaba carecía de sentido y valor. No era suyo. Mientras la Marquesa, que murió poco después de su encuentro, tuvo gente que rezó por ella, la veneró y la honró hasta que se perdió en la memoria de las gentes del lugar. Consiguió algo que siempre fue esquivo a Fabiola: el Amor basado en la entrega y el respeto, sin juicios de valor y el odio que pudre el corazón. Y se perdió la mayor de las recompensas por ello: encontrarle sentido a la vida.



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