Microrrelato VI «voces anónimas de la Historia»

Respeto


Mucha gente cree que viajar abre la mente. Puede ser así, pero debe estar acompañado del saber ver, escuchar y apreciar donde se está. Tener el alma abierta y crítica con lo que se ve. Intentar comprender, que ya es difícil o ponerse en los zapatos de otros. Sin empatía y sin reflexión, uno no puede valorar lo propio y lo ajeno. Hay gente que cree que se vuelve más sabia por haber visitado más países. Creo que depende de cómo se ha hecho.


Por eso, hoy se va hablar de una situación que desconcertó al viajante Lautaro Víctor de Constanza. Una que se dio cuando recorrió las salvajes tierras del Norte del Virreinato de Nueva España a fines del siglo XVIII. Este hombre había recorrido algunas partes costeras de África, visitado puertos y ciudades del Pacífico y buena parte de Centroamérica y el Caribe buscando rutas comerciales y oportunidades para algunos de sus inversores. El ítalo-español trabajaba por cuenta ajena y su dominio de varias lenguas le permitió tener una vida llena de aventuras y bastante desenfreno durante muchos años. Acercándose a los cuarenta, decidió que era hora de sentar la cabeza, casarse y tener hijos. Sus últimos días, ya postrado en un lecho en un hospicio de Nápoles, se dedicó a relatar sus memorias al padre Pascuale Di Natale, su confesor y biógrafo. Llegado el momento, le narró ese desconcertante momento que le hizo sentirse el ser más estúpido sobre la faz de la tierra y que provocó un giro en su vida.


Como se decía, Lautaro realizó una nueva exploración para comprobar las posibilidades de aquella zona poco explotada y ver si tenía potencial para que hubiese una inversión. Planificó su viaje con antelación, se aprestó y con varios caballos y una pequeña carroza inició su periplo. Con él iban otros tres acompañantes y un joven guía mestizo que llamaban «Francisquito», un chico de pocas palabras, curtido pese a su edad en los viajes y con gran energía. Dicho jovenzuelo, hablaba varias de las lenguas nativas y un español sin imperfecciones, con el acento local, pero muy académico. Lautaro debía dar gracias a las misiones jesuíticas de la zona. Los otros dos acompañantes eran un antiguo colaborador de Lautaro, un gallego llamado Fidel Besteiro y un antiguo soldado, autóctono de Hidalgo, llamado «Pedrín». El caso es que los cuatro integrantes de la expedición querían cruzar la zona hasta llegar a la reciente fundación llamada San Francisco. En un momento determinado, en los pliegues del horizonte, apareció un grupo de diez jinetes indígenas que se acercaron a paso lento. Inmediatamente, tomaron sus fusiles y pistolas aprestándose para la inevitable confrontación. «Francisquito» con el arma también en la mano, intervino con rapidez:


- Todos listos, pero que nadie dispare si no lo hago yo primero. – dijo casi a modo de orden el joven guía.

- Querrán matarnos. – afirmó «Pedrín».

- Se han dejado ver, quieren parlamentar. Si no, seguramente ya estaríamos todos muertos. Mantened la calma y quizás podamos contarlo.


Ninguno chistó. Si había alguien que sabía lo que se hacía era este muchacho, aunque la tensión se palpaba y el terror se percibía en los rostros de todos los presentes de la expedición.

Avanzaban lento, tanto jinetes como la caravana estando en las riendas «Francisquito». Parecía adrede, para dejarse ver y no mostrar hostilidad directamente. Si se hubieran lanzado al galope, los habrían atacado. Una prueba de «inocencia» y buena fe. El problema era que ralentizaba el inevitable parlamento entre ambas partes y que estaba acelerando el estado de nervios de los otros tres, que se mordían las uñas de la tensión acumulada. En especial, Fidel estaba a punto de orinarse en sus pantalones.


Tras un ceremonial saludo, comenzaron a hablar en una lengua incomprensible para Lautaro, Fidel y «Pedrín». Hablaban en tono quedo, sin gritos ni subidas de tono. Como si de una conversación informal entre desconocidos se tratase. Lautaro estaba aterrado porque esa falta de emoción hacía que no pudiese adivinar qué pasaba y obrar en consecuencia. Por fin, «Francisquito» tradujo.


- Estamos pasando por sus tierras, preguntan que porqué lo hacemos.

- Dile que sólo estamos de paso y que no pretendemos robar nada. – explicó Lautaro como jefe teórico y monetario que era de la expedición. El guía tradujo.

- Pregunta qué interés tenéis en estas tierras, que estáis muy lejos de vuestro hogar. – tradujo la réplica de los jinetes.

- Hacer negocios.

- No saben lo que es eso. – espetó hosco «Francisquito»

- ¿No existe una palabra para «comerciar»? – expresó incrédulo Lautaro.

- Sí, pero esta tribu la traducen más como «robar» o «tomar lo que te pertenece».


Entonces, el ítalo-hispano, un hombre de mundo bien parecido y habilidoso con las palabras, quiso utilizar su mejor cualidad: la persuasión y la habilidad con los negocios. Enfundó su pistola y saltó del carruaje con movimientos cautelosos y una sonrisa conciliadora. «Francisquito» lo miró confuso y los indígenas autóctonos se mantuvieron impasibles, pero vigilantes.


- Está bien, os regalo este caballo. Amigo, amigo. ¡Traduce! – señaló a voces como para hacerse entender y gestos cordiales al que parecía el jefe y que no había abierto la boca en ningún momento.

- No le hable al jefe directamente. – corrigió preocupado el guía.

- Amigo, amigo. – tomó las riendas del caballo y se acercó. El mestizo le cortó el paso.

- No.

- Haz lo que te digo. No discutas mi autoridad enfrente de estos salvajes. – ordenó Lautaro entre dientes.


Sin decir nada, se giró sobre los talones y durante varios minutos «Francisquito» estuvo charlando animosamente con el que tenía la voz cantante. Hubo un momento en el que se acaloró la conversación y tras un escupitajo al suelo de uno de los indígenas, se dieron media vuelta, y se fueron por donde habían venido.


- ¿Y el regalo? – preguntó perplejo Lautaro aún con las riendas en la mano.

- Colócalo donde estaba y vuelve al carruaje. – instó «Francisquito» mientras volvía a tomar las riendas del carruaje.

- ¿Por qué me has desobedecido? ¿Qué ha pasado aquí? – espetó con furia el ítalo-español.

- Ustedes nunca entienden.

- Explícanos, queremos entender. – señaló Fidel retomando la compostura.

- Primero, a un gran jefe local no se le habla directamente. Y menos un forastero, a menos que no te haya hablado él primero. Es una gran ofensa y más aún cuando estamos pasando por sus tierras.

- Es cierto. – apuntó «Pedrín» que también conocía dichas costumbres de los jefes tribales de su área de procedencia.

- Y segundo, ¿cómo vas a ofrecer un caballo a un jefe guerrero? Se lo va tomar como una provocación. Como un insulto.

- ¿Cómo es eso? – cambió de actitud Lautaro.

- No entendéis nada. Si le regalas un caballo le estás diciendo que te sobran, que eres más rico, fuerte y poderoso que él. Con esto, te mataría por la arrogancia y se quedaría con todo el cargamento del carro.

- ¿Y cómo has hecho para disuadirlos? – preguntó desconcertado Fidel.

- Les he dicho que lucharíamos hasta la muerte por lo que tenemos. Que ni ese caballo que le estaba mostrando, el peor que tenemos, le daríamos. Que éramos demasiado pobres para dejarnos robar. Ha entendido que no somos una amenaza y nos han concedido un día para abandonar sus tierras.


Fidel, «Pedrín» y Lautaro debían agradecer mucho la compresión de «Francisquito» de la mentalidad de aquellas gentes semi-nómadas. Si no hubiera estado, los habrían matado con total seguridad. Fue entonces cuando Lautaro comprendió lo diferente que puede ser el ser humano de un lugar a otro. Pasó todo el día dándole vueltas en su cabeza. Comprendió que no todos los gestos se toman de igual forma y que su arrogancia e inteligencia, podían no ser tales en un lugar como ese. Por ello, fue su último gran viaje. Otras veces había tenido malos encuentros o había pasado enfermedades terribles que casi se deja la piel. Pero esto parecía distinto. Parecía que Dios le había dado una clara señal de que había sido un completo ignorante y que podía haberle costado caro. Pagó un extra a «Francisquito» por su inestimable ayuda y se lo agradeció con el respeto que inicialmente no le había dado. No se puede subestimar a nadie. Y menos en su propio hogar.


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