Microrrelato especial de Navidad

Corazonada


Había algo extraño en ella desde que se había alzado con las primeras luces del alba.  Una inquietud, una llamada de atención desde lo más profundo del alma. Un grito ahogado. Una necesidad irracional que no la abandonaba en ningún momento. Notaba una peculiar presión detrás del cuello y un nudo en el estómago. Y nada de eso era habitual. Es más, no le había ocurrido jamás a la pobre Myriam.


Myriam procuró hacer lo que debía, como todos los días. Se levantó muy temprano, con las primeras luces, fue a ordeñar a sus cabras y le preparó el desayuno a Daniel, su tranquilo y bonachón esposo. Luego, éste le besó en la mejilla y se fue a trabajar sus pequeñas tierras llevándose en un zurrón algo de comer para el mediodía. Ella prosiguió con las diversas tareas del hogar sin dejar de notar esa sensación perpetua de carga. Una llamada de sirenas ¿Se estaría haciendo vieja y perdiendo el juicio? Sus dos hijos ya eran mayores, habían abandonado el hogar y se habían casado. Ahora que un manto grisáceo colmaban los cabellos de la pareja, tenía miedo de que se convirtiera en una carga para su marido. No quería deambular por ahí sin conciencia de lo que pasaba a su alrededor, como le pasó a la madre de Bernabé, su querido vecino. Habían tenido una vida sencilla y humilde, a veces dura, a veces dolorosa, pero siempre habían estado juntos apoyándose. No le cabía la más mínima duda que Daniel no la abandonaría. Era demasiado responsable y la estimaba.


Intentó vanamente que su cotidianidad le alejara de aquellos extraños pensamientos y esas sensaciones. Pero no podía, era superior a ella. Además le empezaba a afectar físicamente, teniendo el corazón acelerado, mala cara y dolor de cabeza. Así que tomó una determinación: esperaría la llegada de su esposo, le comentaría todo a él y tomarían una decisión juntos. Eso parece que aplacó un poco su mente y a su cuerpo.

Para su fortuna, Daniel regresó antes de lo esperado con una expresión apesadumbrada y algo avergonzada. Cual fue la sorpresa de Myriam cuando descubrió que a su marido le estaba pasando lo mismo. Quizás ambos estaban perdiendo la cabeza de forma sincronizada. No sabía si era algo tierno o preocupante.


Había que resolver ese misterio. Tomaron bastantes provisiones, un pellejo con agua, un cayado y, casi con la puesta de sol, emprendieron el camino juntos. Había algo que los impulsaba a un lugar no determinado ni conocidos por ellos. Cada paso les acercaba a su destino, pero dejaba atrás un mar de dudas, pues no sabían hacia dónde se dirigían. Quizás no fuesen el mismo punto. Un punto fijo que su mente había elegido y no sabían por qué, ni qué les esperaba. Pero estaban juntos y lo averiguarían.


La pareja, algo mayor, todavía se sentía ágil y caminaron más de una hora sin descanso. Absorbidos por una curiosidad que los había consumido y todo parecía indicar que les proyectaba a la misma meta. Y ésta finalmente se mostró bajo sus ojos: un lugar humilde pero con un aura difícilmente superable al mayor edificio construido por el hombre.


Un pesebre con animales, una pareja muy descompensada de edad y un recién nacido. Familia humilde. Él sereno y sonriente. Ella bella y resplandeciente. El bebé, lleno de vida y con un fulgor que reconfortaba. Encontraron la respuesta a su impulso. Y fue mayor de lo que podían haber imaginado. Ofreciendo las provisiones tomadas a modo de sencillo presente, se rindieron ante la escena. La pareja mayor observó al bebé y sonrieron.


- Verdaderamente este niño es justo. Verdaderamente es hijo de Dios.


Esta fue la afirmación de Myriam que tuvo réplica en el interior de su corazón. Se llenó de Amor, de paz y quedó extasiada. Una dulce voz volcó todo eso y más dentro de su alma.


- Hija de Sion, la verdad se te ha revelado. Has sido justa y buena con los tuyos. Tu obra y sacrificio no ha sido en vano. Los años que te quedan por venir estarán colmados de felicidad y yo te estaré esperando con tus seres queridos cuando llegue tu hora.


Arrodillados junto a los padres, dieron conversación y compartieron los dones entregados para celebrar el feliz nacimiento. De nada sirven si no se puede compartir. Esa noche fue el comienzo del último tramo de su vida y marcado como el reconocimiento de su gran Fortuna: el Amor de tenerse el uno al otro, el Amor de sus hijos y el Amor de Dios. ¿Qué más se puede pedir?





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