Pogromo de Sevilla 1391 (V)

Remanente

Pasaron cinco años después de aquellos graves sucesos. Un joven cantero llamado Bonifacio recorría las ahora pacíficas calles de Sevilla buscando a una mujer en concreto, una vieja hilandera renombrada Inés «la ladina». Bonifacio era más bien feo por la asimetría de su rostro y una piel con esporádicas manchas y sarpullidos. También era un poco zambo pero lo compensaba con mirada compasiva, un aspecto robusto propio de su profesión y un porte curiosamente elegante. Había alcanzado recientemente el grado de maestro pese a su corta edad, lo cual ya era un gran logro. Había venido a Sevilla a reformar la antigua judería y hacer la «Nueva Villa» en nombre del Rey. Pero en ese día tenía que hacer una visita obligada. Cumplir una promesa.

Inés vivía en los aledaños de San Román, en una sucia casucha cerca de donde ejercía su profesión. Había vivido sus días con tranquilidad gracias al buen botín que obtuvo y a los bártulos que su marido no tocó del almacén. Sin embargo, desde entonces estaba sola. Circulaban muchas habladurías en el barrio sobre ella, sobre por qué la abandonó su marido y los actos viles había cometido. Además, pese al colchón que se había generado, vivía sus días con una austeridad digna de la orden franciscana. Un dinero manchado de sangre. Se había vuelto avara y más mezquina aún. Si era posible.

Paradojas del destino, a su lado, se asentó una familia conversa que tenía un negocio de forja en hierro para cancelas, ventanas o puertas. Muchos creían que seguían judaizando en privado, como muchos otros de su calaña. El problema no se había erradicado, sólo habían creado otro nuevo y más difícil de detectar: quien se había convertido de verdad y quien no. Ahora a Inés le daba igual los pocos judíos que no se habían convertido, como a la mayoría de la población, que se lamentaba del «nuevo enemigo». Y cuando no quedasen ni unos ni otros, buscarían a otro. Y así hasta que el mundo cambie. Si cambia algún día.

En estas que el día del Corpus Christi, Bonifacio el cantero, aporreó con firmeza la puerta del hogar de «la ladina», que abrió después de un rato con desgana, encontrando un rostro lleno de arrugas y una expresión de asco.


- ¿Eres Inés «la charlatana»? – preguntó con suavidad el joven.

- Nadie me llama así desde hace años, ¿quién lo pregunta? – respondió entornando los ojos intentado reconocer al chico, ya que la vista empezaba a fallarle.

- Vengo a traer un recado de tu marido, Bernardo.


El corazón de Inés le dio un vuelco. Creía que ya no le quedaba sangre en él y que había dejado de latir, pero lo notó. Por vez primera en mucho tiempo. Se aceleró tanto como su respiración. No se agitaba así desde que se dio cuenta de que realmente la había abandonado. Empezó a temblar de tal forma que se tuvo que sentar en una silla de enea cercana. Sorpresa, temor, odio… ¿qué podía haberlo causado? Con la mano pidió que continuara. El chico, sin inmutarse demasiado, prosiguió.


- Ha estado trabajando los dos últimos años conmigo de aprendiz. Era un buen trabajador pero una persona nefasta.

- ¿Por qué le diste trabajo entonces? – preguntó ella casi sin pensar.

- Porque mi maestro entonces, una buena persona, decía que todo el mundo merece una oportunidad. Hay que ser buen cristiano.

- Un corazón blando, el mundo no mejora por vuestra culpa. – replicó recomponiéndose.

- Bernardo ha fallecido trabajando para mí esta primavera de unas fiebres. – hizo una pausa para que ella asimilara la información. Le pareció ver una media sonrisa. – Me contó toda vuestra historia.

- ¿Toda? ¿Alguien que hacía más gruñidos que decía palabras? – cuestionó con sarcasmo.

- Quizás quisiera soltar lastre. No creía demasiado en Dios, pero vio en mí alguien que se apiadó de un viejo mendigo y quiso compartir la historia de su vida.

- Sí, me ha quedado claro que también eres un santurrón. – no se arrugó ni un ápice Inés.

- Bernardo me rogó que te informara que lo poco que poseía, lo había entregado a la Iglesia para que Dios perdone las muchas faltas que había tenido en la vida.

- ¡Qué falso ese malnacido! – Inés se sorprendió y molestó de que no le dejara nada, a partes iguales.

- Sólo me pidió que te entregara esto con un mensaje: «Hasta ese último momento juntos, no me había dado cuenta de la bruja con la que me había casado».


Y posando un colgante en la mano de Inés se dispuso a volver por donde había venido. Ella lo reconoció como uno de los presentes que intercambiaron en sus nupcias. Sonrió maquiavélicamente mientras pensó donde revenderlo, ya que era de hojalata y bronce bruñido. Antes de que se fuera se volvió a dirigir al chico.


- ¿No me vas a preguntar si lo hice?


Bonifacio, con expresión calmada se detuvo y con los ojos glaucos respondió y continuó su camino:


- Eso no importa, nadie cuerdo pediría a su esposo que hiciera algo así. Él era un simple y ha sido una mala persona, es cierto, y siempre buscaba la forma de justificarse. Pero al menos descubrió sus errores al final de su vida, arrepintiéndose de muchos de sus pecados. Insuficiente, pero algo es algo.


Lo que no esperaba era la réplica de «la ladina», que fue aún más mordaz y a gritos, sin pudor, mientras el muchacho se alejaba:


- Yo me arrepiento de haberme dejado llevar por los escrúpulos de un hombre débil y no haber robado y matado a más «marranos». Es más, tenía que haberlo dejado antes y haber sido barragana de alguien con más agallas y menos remilgos a la hora de la verdad. ¡Sería más rica y feliz!

- Nunca es tarde, ahora que eres viuda. – replicó desde la lejanía y sin girarse.


Hay personas que no aprenden, ni quieren hacerlo. Es mejor mantenerse alejados de ellas. Y es lo que hizo Bonifacio. Sin venganzas ni mayores reprimendas. Intentar ser lo más justo con los demás y consigo mismo en su sencilla vida. Esperaba que eso sirviera para mejorar las cosas y hacer del mundo un lugar mejor. Al menos que empezar a influenciar a su círculo inmediato. No sabía si era el mejor camino, pero al menos que fuese suficiente para ser considerado un verdadero hijo de Dios.


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