Microrrelato IV «voces anónimas de la Historia»

Sopa de piedras


Esto es un cuento que no me pertenece. Recuerdo que me lo contaron cuando estaba en la escuela, en la clase de Ética, si mi memoria no me falla. Me generó una gran impresión en su momento, como otros tantos que nos contaba dicho profesor, pues han pasado veinticinco años y todavía permanece en mi recuerdo. Este relato en particular viene al caso en el mes del aniversario del alto al fuego de la Iª Guerra Mundial, 102 años después. También es relevante recordar lo determinante que pueden ser ciertos actos y detalles cuando llegan malos tiempos. Me he permitido el atrevimiento de cambiar ligeramente el relato, en base a mis recuerdos y dándole un toque personal pero sin manchar su esencia. Espero que quien lo ideó no se ofenda. Procedo:


Largo era el camino de regreso a casa. Demasiado. Ingente. Y duro por el hambre, el frío y la tristeza que rodeaba su país. Una nación que había estado sumida en un guerra, la más grande vivida hasta entonces en el mundo y que sólo había dejado miseria, dolor y una larga sucesión de muertos, heridos y mutilados. Física y psicológicamente. Todos aquellos combatientes volvían a sus hogares con el rostro marcado por el sufrimiento y sin esa pátina de ser vencedores de algo. Deber cumplido, sin más. Había sido una guerra que no entendían y que no se sentían como vencedores. Además, el camino de regreso dejaba un lamento a su paso, ya que mostraban las secuelas de la misma cuando desfilaban lastimosamente por las ciudades y los pueblos inmersos en una crisis económica y existencial.


Sin embargo, Carlo se consideraba un afortunado. Sólo estuvo en el frente poco más de un año y, aunque había visto y vivido cosas horribles, volvía vivo y entero. Que no era poco. Además era el único varón de una familia de tres hermanas. Ya había pasado unos meses desde el fin de la guerra y en pleno otoño, se puso en camino a su hogar. Sabía que serían muchas jornadas hasta que llegara a su humilde granja en las afueras de Perugia. Desde la lejana Údine donde había sido su último servicio, decidió volver a pie a su pueblo. Iría por libre, cruzando media Italia para reunirse con los suyos, pero no le importó. El camino se hizo más difícil por los rumores de una nueva y mortífera enfermedad que segaba vidas allá por donde fuera. Al perro flaco todo se le vuelven pulgas.

Pero nada desanimaba a Carlo. Ni las penurias del recorrido, ni la falta de alimentos u ocasional falta de solidaridad de las gentes. Seguía vivo y abrazaría a los suyos. Daba gracias a Dios por ello. Lo demás, todo vendría. Además tuvo mucho tiempo para reflexionar. Sobre su pasado, su presente y su futuro. Tenía cosas que cambiar y darle una mayor profundidad, un objetivo a todo lo que hacía. Encontrar un propósito mayor y mejor a su vida.


Un mañana, con un tímido sol y muy temprano, pasó por una zona de colinas cuando le quedaban menos de un centenar de kilómetros para llegar a su casa. Allí encontró un poblado de cierta entidad y fue a rogar algo de comida. Por poco que fuera. Las gentes del lugar, sólo con verlo llegar con su uniforme raído, su barba de tres días y su aspecto famélico, le cerraban las puertas en sus narices. Así una y otra vez. Una hora pasó yendo de puerta en puerta sin éxito alguno. Estaba acostumbrado a que esta situación se diese con cierta frecuencia y verse obligado a comer lo que encontraba en el campo o en los frutos de los bosques.


En ese día Carlo decidió que haría algo distinto y comenzaría el cambio. Caminando se topó con una decena de niños y niñas que jugaban en un descampado a las afueras del pueblo, se acercó a ellos con una sonrisa amistosa.


- Buenos días pequeños, ¿tenéis hambre? – preguntó arrodillándose junto a ellos.

- Sí. – respondieron a la vez con cierta timidez.

- ¿Habéis probado alguna vez la sopa de piedras?

- No.

- ¿Queréis probarla?

- ¡Claro!


Había una gran olla arrumbada en la esquina externa de una casa cercana. Llevándola a un rio cercano, la enjuagó, la llenó de agua, encendió un fuego con leña seca de los alrededores y la puso a hervir. Todo esto con la inestimable ayuda de los niños que no paraban de hacerle preguntas lógicas: nombre, procedencia, qué hacía por allí… Carlo respondía con sinceridad y entre risas felices.


Cuando el agua ya estaba caliente, lanzó un puñado de pequeñas piedras redondeadas por la erosión del agua, tomó la cuchara que conservaba de su servicio militar y la probó.


- ¡Uh! Le falta sal. ¿Alguien puede traer un poco?


Uno de los niños salió a escape a su casa y en pocos minutos trajo un buen puñado. Carlo le dio las gracias y lo echó en su interior.


- ¡Uh! No estaría mal un poco de cebolla ¿verdad?


Una niña esta vez fue a su hogar y trajo dos cebollas. Carlo volvió a agradecerle su gesto y tomando su cuchillo la cortó en láminas y la volcó a su interior. El soldado se giró a los chiquillos después de volver a probarla.


- La verdad, chicos es que le falta más de lo que pensaba. Quizás si pudierais traer lo que os sobra en vuestros hogares, podría estar más suculenta. ¿No os parece?


Como si de un juego se tratase, los chicos corrieron a sus casas. Así sucesivamente, cada uno de los niños trajo lo que había encontrado. Algunos más humildes sólo un poco de ajo o restos de pescado de río. Otros algunas verduras u hortalizas. Otros huesos o incluso un poco de carne. Otros algo de pan. Carlo puntualizó que no era una competición. Todo era válido e igualmente satisfactorio. Les dijo que la unión hacía la fuerza y que tenían un propósito común. Les dijo que eran «sus soldados» y que estaba orgulloso de ellos.


Una vez que todos los ingredientes posibles fueron usados, cocinados y listos, Carlo ordenó cariñosamente a los niños que llamaran a las gentes del pueblo, ya que se acercaba la hora de almorzar. Cual fue la sorpresa para sus gentes cuando vieron que ese soldado al que habían despreciado, había realizado un guiso para todos. Una sopa que, si bien no era la más suculenta que habían probado, estaba hecha con sus sobras y dio de comer a todos. Ese desconocido que después de haber comido prosiguió su camino, les enseñó que un pequeño gesto y con buena voluntad podían ayudarse más que si sólo pensaban en su primera y más acuciante necesidad individual. Eran malos tiempos para todos. Pero compartiendo todo sabía mejor. Un héroe anónimo que dejó su impronta en el pueblo y les dio una lección que muchos aprendieron. Un pequeño acto de Carlo marcó a decenas de personas en un único día.


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