Pogromo de Sevilla 1391 (II)

Odio ancestral

Cuando empezó todo, se encontraban en los alrededores de la recientemente reconstruida parroquia de Santa Miguel (en la actual Plaza del Duque, bajo el edificio de CC.OO) que había sufrido considerables daños tras el calamitoso terremoto del año 1356. Pronto escucharon los rumores de lo que se estaba perpetrando en la judería por unos niños que informaban a la carrera por las calles de Sevilla: las gentes de bien se estaba tomando la justicia por su mano contra los «marranos». Inés «la charlatana» reaccionó de la misma forma que algunas de las gentes allí congregadas: tomando camino a la cercana judería de Sevilla seguido por su marido que intentó en vano disuadirla. Previamente y con presteza, dejaron su cargamento en un almacén cercano, para ir más livianos.

Seguidos de sus dos fieles asnos con grandes alforjas, se prepararon para desvalijar todo lo posible y más aún. Bernardo sacó una hachuela bien afilada, y entregó un cuchillo de montería para su esposa. Siempre mejor estar preparados. Era momento de rapiñar en la confusión que se crea en tales altercados. Había que buscar beneficio en cualquier circunstancia.

Mucha culpa de lo ocurrido, si no fue el principal responsable, se le atribuye al arcediano de Écija, de nombre Ferrán Martínez, que estuvo predicando en contra de los judíos fervientemente e incansablemente. La población llana, motivada por la autoridad moral y sus propios miedos y vejaciones por los malos tiempos, lo escuchó. Se creyó sus oratorias e incluso en las tertulias entre los vecinos se aumentó exponencialmente su carga dramática: eran deicidas (asesinos de Cristo), envenenadores de pozos, ladrones, especuladores, portadores de pestilencia y un largo etcétera que incluía que eran odiados y perseguidos por todo pueblo y lugar por donde pasaban (babilonios, egipcios, romanos, cristianos, musulmanes), por lo que algo habrán hecho. Se buscaba un chivo expiatorio para los males que azotaban su tierra y lo encontraron en los judíos. Era fácil, ya que bastantes de ellos poseían riquezas, no se mezclaban con la población cristiana (ni ellos tampoco tenía demasiado interés) y pagaban impuestos directamente al rey o los nobles (que los protegían). Esto aumentó sensiblemente el odio irracional en vez de primar la sensatez y cuando fue incitado por un miembro de la Iglesia (que tampoco fue el único), fue suficiente para licitar los actos que se iban a producir. Máxime cuando un cristiano atacó a un «hijo de Leví» y fue castigado por las autoridades civiles de Sevilla.

Bernardo e Inés atravesaron la puerta en recodo (actual Callejón del Agua) y se dividieron el trabajo. Sabían que el tiempo no sobraba y tenían claro a dónde debía ir cada uno de ellos. Desde la anterior intentona del 15 de marzo, empezaron a elucubrar posibles objetivos. Lo que empezó como una charla para entretenerse recorriendo los caminos entre un núcleo poblacional a otro, acabó siendo un elaborado plan con la ruta a seguir y las casas de las familias judías a las que debían robar si volviera a ocurrir. Llevaban el suficiente tiempo visitando Sevilla para conocer a muchos de sus vecinos. Fuese cual fuese su religión o profesión.

La primera intentona de Bernardo de asaltar el primer hogar fue cancelada con rapidez cuando encontró a dos hombres de armas en la misma puerta evitando que nadie entrase. Puede que mandados por algún noble. Al tratarse de un rico comerciante, es obvio que tendría poderosos amigos, aunque no entendía porqué a éste y no a otros tan o más ricos. Sin embargo, Bernardo se fijó en que conocía a uno de los hombres armados, uno llamado Rogelio al cual era mejor no provocar ya que había estado en varios conflictos y no dudaría ni por un segundo en darle un tajo en medio de la cara con su bien templado alfanje. Se decía que uno de sus hijos estaba por desposar a la hija del comerciante judío. Entonces lo entendió todo. Puso una mueca de desilusión y prosiguió su camino tirando de su asno hacia la siguiente parada.

Por su parte, Inés tuvo mayor fortuna en el primer hogar que llegó, ya que habían asesinado a todos sus integrantes de forma salvaje. Uno de los perpetradores fue una reconocida cestera de Triana llamada Mariana. Esta mujer, que había perdido a tres hijos por diferentes devenires de la vida, estaba sumida en la desesperación y se dejó llevar por la vorágine del odio. Culpó a los judíos y se dedicó a dejar salir toda su furia contenida. Estaba llena de sangre desde los pómulos a los muslos. Y quería más. Con un cuchillo carnicero, ensangrentado de la punta a la empuñadura y dejando un reguero a su paso, salió del lugar con la vista perdida en búsqueda de la siguiente presa.

Por contraste, Luisa, una costurera de San Vicente, rogaba a gritos en medio de la calle que se detuviera aquella locura. Entre los gritos de súplica, profería cada uno de los diez mandamientos, y advertía que todos acabarían condenados en el infierno por lo que estaban haciendo.  Ésa, no era la voluntad de Dios. No podía serlo. Se desgañitaba mientras unas lágrimas sordas recorrían sus mejillas cuarteadas por la edad. Nadie la escuchaba. Todos se dejaban llevar, sacando lo peor que tenían dentro. Pero Inés sí le dedicó una mirada. Una de desprecio por ser una santurrona meapilas que debía estar dentro de una Iglesia plegando por las desgraciadas almas de esos malnacidos y no allí molestando a la cólera de Dios. O la justicia de los hombres. O a la ira de unos buenos cristianos, ¿qué más da? Una mirada que a Luisa pasó inadvertida y que Inés dedicó el tiempo justo antes de entrar en la casa a robar todo lo que pudiera.



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