Microrrelato II «voces anónimas de la Historia»

Despojos

Era el 20 de junio de 1815, dos días después de la última y definitiva derrota del gran Napoleón. La última aventura del francés más ambicioso y conocido. La Historia recordará al hombre, a su vanidad, sus logros y proezas, pero también sus errores y miserias. Nada más glorioso que pasar a la posteridad y estar en las páginas de Historia de todos los libros. Aunque poca gente reflexionará acerca de los miles de hombres que murieron en los entornos de Waterloo. Y menos aún de sus heridos, de su agonía, sollozos, rezos y arrepentimientos. Pocos pensarán en ellos cuando lean sobre figuras como Napoleón y Wellington.

Sé lo que piensas, lector ¿qué hace distinto a Waterloo de otras miles de batallas? ¿Qué la hace peculiar y digna de mención? Es cierto que las hubo más sangrientas o con mayores bajas, pero esta tiene un punto mísero que me encogió el alma cuando indagué sobre ella. Y de eso hablaré hoy. Después de cada batalla o matanza, que muchas veces van de la mano, se produce la rapiña, la búsqueda de botín y después de esta famosa batalla, había muchísimo trabajo. Estamos hablando de decenas de miles de heridos y muertos entre ambos bandos. Mucho donde buscar.

Ferguson era un inglés de mala calaña que había venido como supuesto integrante de aquellas turba que suministraban a las tropas de Wellington de todo tipo de artículos y servicios, desde la prostitución hasta la alimentación. En su caso, servía como un barbero. Pero más allá de su «profesión», anhelaba ese día desde que embarcó junto a las tropas: esperar a la batalla y la victoria para lanzarse a por un botín tal con el que poder emprender un negocio y conseguir fama y fortuna. Día y medio había tenido que esperar «atendiendo» enfermos de una forma harto primitiva, ejerciendo torpemente de médico por su formación como barbero. Cuando consiguió escapar de sus obligaciones, todavía seguían llegando heridos. Tres días duraría la recogida de heridos.

Había llegado justo a tiempo para recoger los últimas pertenencias de valor antes de que llegasen las gentes de los alrededores para hacerse con las sobras. Un espectáculo sólo apto para personas con un estómago de hierro y una falta de sensibilidad absoluta. Parecía que una densa niebla grisácea envolvía los cadáveres y los moribundos. Olor a miseria, a podredumbre, a indignidad. Lo más mezquino del ser humano se daba cita en aquel lugar plano y cubierto cuerpos hasta donde alcanzaba su vista, removiendo entre los infelices muertos para robarles hasta el alma, al tiempo que improvisados enfermeros con toscas carretas portaban heridos. Alguno tuvo la fortuna de sobrevivir. Y quizás entero.

Así, Ferguson buscaba sables, pistolas, collares, anillos, pulseras, relojes, quizás monedas, una petaca o una pitillera de calidad. Incluso correajes, botas o pañuelos eran de interés. Había traído una carretilla de mano para cargarla hasta los topes. Y él era fuerte. Dos días habían pasado desde la conclusión del horror, y muchos ya habían iniciado la rapiña, pero estaba teniendo suerte encontrando algunos objetos de valor desperdigados bajo caballos o pilas de soldados. También revisaba las bocas, por si encontraba dientes de oro y arrancarlos con la instrumentación que poseía. Una vez que hubiera batido todo lo posible, aún afeitaría a aquellos que tuvieran buenos pelos para venderlos a los fabricantes de pelucas y los dientes en buen estado para los dentistas. No había límites en la codicia de Ferguson, aunque eso quizás fuese con el pasar de los días, cuando no quede ni las raspas de las sardinas.

Algunos de los que también estaban saqueando salvajemente a amigos, aliados y enemigos, cuando encontraban a algún herido, podían cambiar todo lo que tenían por un poco de agua o ignorar sus súplicas y tomar lo que quisiesen. Los que tuvieran un corazón de hierro. En el estado lamentable en los que estaban los heridos, tampoco podían hacer mucho. Ferguson prefería tomar su navaja de afeitar y degollarlos. Menos complicaciones. Llevaba cinco entre ambos bandos.

El sol estaba acercándose a su ocaso, pero eso no lo amedrentaba. Tomó una lámpara de aceite y la encendió antes de que la oscuridad absoluta se ciñese sobre esa tumba colectiva. Era noche cerrada cuando reconoció el extraño idioma galés amortiguado por algo o alguien. Lo notó a su izquierda bajo una pequeña montaña de cuerpos. Movió con dificultad hacia derecha y hacia la izquierda los cuerpos de dos hombres, tomó su lámpara para ver quién había hablado encontrando a un joven teniente con una bayoneta clavada en sus tripas. Su destino estaba sellado. A Ferguson se le iluminó el rostro y su codicia le hizo relamerse los labios: ¡Un oficial y todo para él! Sacó sin reparos su navaja para facilitar el trabajo, arrodillándose junto al galés.

Normalmente, ponía su rodilla sobre el pecho para asegurarse que no se moviera, pero la impaciencia le corroía y se acuclilló para rematarlo. Lo que no sabía es que el galés los tenía bien puestos y, con sus últimas energías, extrajo la bayoneta de sus entrañas y se la hincó en la pierna derecha a Ferguson, tras lo cual se desmayó antes de que su vida se terminara de apagar inevitablemente.

Ferguson gritó y gritó, pero nadie acudió hasta el alba. Fue una joven local que, tras verlo, miró a su alrededor, tomó su carretilla y se fue sin mirar atrás. No sería hasta el mediodía cuando sería recogido por uno de esos carretones que portaban a los heridos, padeciendo gran dolor y perdiendo el conocimiento por la pérdida de sangre. Sin embargo, no murió, aunque la amputaron su pierna por la gangrena y la chica le robó casi todo su botín, volviendo a Inglaterra con pocas ganancias y lisiado. Por ello, ejerció lo que le restó de vida, de mendigo en las calles de Manchester. 


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