Microrrelato I «voces anónimas de la Historia»

Tengo Sed

Era un día como cualquier otro en la poleis. Un típico día agradable de fines de primavera. Soleado, positivo, hermoso, con una brisa agradable que refrescaba la transpiración de las gentes de Atenas. Los tambores lejanos de un tal Filipo de Macedonia, un bárbaro del Norte, todavía no enturbiaban la paz y la prosperidad de la que se jactaba la urbe. Seguros de sí mismos y altivos con el resto.

Tres hombres, tres filósofos sofistas de buenas familias famosos en los alrededores por sus acalorados debates, se habían alejado un tiro de piedra de las murallas del complejo para observar el entorno y dejar que sus mentes preclaras se imbuyeran de inspiración para demostrar su ingenio. Las diferencias eran notables entre ellos: uno joven, uno de mediana edad y un anciano. Cada uno aportaba su punto fuerte. El joven su vigor, el de mediana edad su mesura y el mayor su experiencia. Al menos así se justificaban. Siempre juntos, no perdían oportunidad para encontrar un tema de debate e intentar imponer un criterio personal a los demás. Sin embargo, en ese día, guardaban silencio y oteaban el horizonte esperando que algo les activase, que alimentara su creatividad. Como el artista que espera la llegada de su musa.

Lo único que cambiaba el paisaje bucólico de bellos colores ocres y verdes claros, salpicados de pastores y ganado, y el azul intenso del cielo Mediterráneo, era una pequeña comitiva de refugiados que huían de los conflictos que siempre se cernían en aquella tierra. Parecía que toda Grecia estaba condenada a regar sus campos con sangre y que el peligro de un enemigo interno o externo imposibilitaba una comunión entre los elementos de sintonía entre las diferentes poleis. Esta eterna tensión quizás también favoreció la creación de los grandes oradores, pensadores, artistas y guerreros que conformaban esta tierra y de los que tanto se jactaban. Y con razón.

Entre la columna de personas que se dirigían a la urbe en el más absoluto mutismo, una mujer joven, con ropajes cuarteados por las penurias del viaje, rostro enjuto y mirada profunda, desvió su trayectoria y se acercó a los tres pensadores. Éstos, cuales estatuas pétreas, esperaron sentados a la sombra de un algarrobo sobre un cerro, la llegada de la mujer. A diez pasos de ellos, se detuvo y ella sólo pronunció una frase.

- Tengo sed.

Ninguno dijo nada. Ninguno se movió. Tras cinco segundos intercambiando miradas, la mujer giró sobre sus talones y se fue por donde vino. Fue como la chispa que prende la madera seca, iniciando un acalorado debate. Los tres hombres divagaron centrados en sus propias ideas. El joven defendió que hablaba de «sed de venganza» porque la pérdida de su familia y propiedades la habría dejado en la indigencia, esperando que su influencia en Atenas ayudase a su causa. El de mediana edad, por su parte, postulaba que era «sed de justicia» ya que las mujeres eran conscientes que la venganza no llegaba a ninguna parte y que sólo importaba restituir lo perdido y poder proseguir con su vida, dirigiéndose a ellos como posibles intermediarios. El anciano, finalmente, señaló que nada de eso, que realmente la chica hablaba de «sed de conocimiento» buscando la auténtica y verdadera libertad, viendo que podía obtenerla de ellos.

El debate no duró mucho ya que un pastor, que estaba muy cercano a ellos, bajó con rapidez y le dio de beber de su bota. La mujer le agradeció el gesto con una sonrisa tras lo cual, subió de nuevo hacia el cerro para controlar a su rebaño. No sin antes dirigirle unas palabras a las grandes mentes.

- La necesidad primordial del ser va por delante. – explicó con sencillez. – La venganza, la justicia o el conocimiento son cosas que una mujer desarraigada no puede permitirse. Pero no os equivoquéis, no hay nada más aguerrido que el corazón de una mujer, capaz de todo por proteger a sus hijos, hermanos o padres. Ella está por encima de vuestras divagaciones pretenciosas que no llevan a ningún lado.

- ¿Quién eres? – preguntó sorprendido el más joven.

- Nadie. – replicó sin detenerse y desapareciendo tras el cerro.

Los tres «sabios» quedaron perplejos quedando en silencio durante buena parte de la jornada. Un hombre y una mujer de baja estofa les habían dejado claro que no veían más allá de sus mezquindades e intereses. Fueron ridiculizados por alguien que se había basado en la observación y su experiencia. La verdadera. La empatía. El camino hacia la sabiduría pasaba por ella. Sólo el de mediana edad tomó verdadera nota de lo acontecido aquel día. Para los otros fue una lección olvidada. Su vanidad no lo permitiría. ¿Cuánta gente pasará por la vida siendo altivo como alguno de esos tres «sabios»?


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