Segundo microrrelato de «Sevilla año 844»

Un atisbo de esperanza
«¡Alá es misericordioso! ¡Alá es compasivo! ¡Reza! Reza que es una prueba, una purga por nuestra impiedad». Es la frase que dijo una y otra vez Yusuf, el curtidor de pieles, cuando quedó claro que la marabunta de hombres del Norte se iban a hacer con el control de la ciudad. Se la decía a su hija Izdihar cuando ya se acercaba el fin sujetando la cara de ella entre sus manos y sonriendo con lágrimas en los ojos.
Ishbiliya[1] había caído tras un vano intento de resistencia. Las bestias del Norte, que se habían asentado en una isla cercana[2], se enfrentaron a las fuerzas locales a las cuales derrotaron y luego pusieron sitio a la ciudad. No hizo falta mucho para que cayese. Sólo la ciudadela era retenida por sus paisanos, aunque sin fuerzas suficientes para ayudar al resto de la población. Al menos, el Emir debía de estar al tanto y el ejército debería estar movilizándose. Aunque ya era tarde para muchos.
Pero Yusuf no había podido huir con su familia y sus principales pertenencias. No sólo porque no había habido demasiado tiempo y el gobernador no había asegurado decentemente una ruta libre de incidentes, sino porque lo poco que poseía estaba unido a aquella ciudad. Lo único que le importaba era Alá, su negocio y su hija. Su madre hacía años que había fallecido y su hija mayor había desposado a un hombre de la capital de Al-Andalus. Su hija menor era su principal preocupación.
Izdihar tenía una belleza anodina, pero era joven, bien dotada y eso era más que suficiente para que fuese deshonrada por aquellas bestias salvajes. Su padre la escondió en un pequeño sótano que tenía bajo el suelo de su tienda, junto a su casa, muy cercana de la Mezquita Mayor[3]  y que usaba para guardar el excedente y las pequeñas ganancias. Era poco el espacio, pero suficiente para meterla a ella junto con algo de comida y agua. Tendría que hacer sus necesidades en un bacín, pero era un mal menor vistas las circunstancias.
Sin embargo, la pobre chiquilla, una adolescente a la que su padre estaba empezando a buscar un marido digno, pudo escuchar e incluso ver en algún momento, las tropelías inherentes a una conquista: violaciones, gritos de desesperación, asesinatos, incendios… Ni los animales sobrevivieron al festival de sangre y violencia perpetrados. Un horror que marca por siempre a aquellos que lo sufren. Y ella podía considerarse una afortunada. Sus vecinas no tuvieron tanta suerte.
La peor desdicha para ella fue que una de las pocas veces que se asomó para que le diera algo de aire, pudo ver junto a la mezquita, el cuerpo ejecutado de su padre. Ni siquiera pudo velarlo hasta varios días después, cuando abandonaron la ahora ruinosa ciudad, pasando los días con un llanto mudo y solitario. Fue angustioso e incluso creyó que era el fin de toda esperanza.
Pero Izdihar vivió. Vivió para ver cómo aquellos animales, aquellas criaturas inhumanas intentaron fútilmente incendiar la Mezquita. Su Mezquita. Y no pudieron. Y no fue porque no lo intentaron. Ese suelo era bendito. Alá les había demostrado su fuerza. Y entorno a este lugar, vio como crecería la ciudad. Poco a poco, con nuevas y mejores infraestructuras. En su larga y fructífera vida, se dedicó a tres cosas: a cuidar de sus numerosos hijos y su fiel y pacífico marido, a cumplir sus obligaciones para con Alá, y por último pero no menos importante, a recordarles a todos sus seres queridos el precio de la paz. Les enseñó, que no hay mayor lección o venganza para aquellos que vienen a destruir, que vivir para construir un futuro mejor. No sólo se refería a las edificaciones, también a construir sobre una base de conciencia. El día que se iba a reunir con Alá, dio una lección a todos los presentes: de todo aquella desgracia, aprendió que era mayor el Amor a su padre que el odio hacia los hombres del Norte que arrasaron su hogar. El Mal está en todas las patrias. Y ella basó su vida en el Amor y la entrega a su gente. Y todo tuvo sentido.


[1] Actual Sevilla.
[2] Actual Isla menor.
[3] Ubicada en la actual Plaza del Salvador.

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