Decimosegundo microrrelato de «Gladius et Peplum»

Celos prácticos

Todo estaba saliendo a pedir de boca: todos los presentes estaban comiendo de su mano y adulándola sin cesar. Su ego estaba bien alimentado y eso se traslucía con una sonrisa sincera y un aspecto radiante. Kismet llevaba algo más de dos años en la capital del Imperio y la verdad es que podría adaptarse a la vida que se le ofrecía: lujos, fiestas y excesos. Sin embargo, tenía una deuda de Honor con su padre y debía cumplirla, costara lo que costara.
Hacía menos de un año que se había desposado, tras varias ofertas tentadoras. Lo cierto es que ella, pese a tener sangre noble y una belleza innata, no podía aportar dote al ser una exiliada con unas pocas riquezas y muchas promesas de influencia cuando retornase a su patria de origen. Su mayor valor era ser uno de los más firmes defensores de la influencia romana en la futura anexión de Armenia o al menos en su vasallaje. Las ofertas de matrimonio fueron de hijos segundones de senadores mediocres y ecuestres con carreras de éxito muy moderado o nulo. Una apuesta para ellos, y también para ella misma que debía elegir sabiamente. Finalmente, escogió al candidato idóneo: un joven y atractivo ecuestre, con buen ojo para los negocios, considerable patrimonio pero pusilánime con ella y fácilmente dominable usando su cuerpo. Perfecto para sus ambiciones. Además, si hubiera hijos, serían bellos y ella se encargaría de promocionarlos.
Aquella jornada festiva se había planteado meticulosamente para que Kismet forjase apoyos para presentar una demanda al joven César Nerón que estaba planteándose la cuestión Armenia. Había tanto senadores, ecuestres y algunos extranjeros de cierta relevancia. Había paseado entre ellos, conversado, mostrándose complaciente, inteligente pero también sumisa. Incluso recitó poesía con destacable cadencia tanto en latín y como en griego para demostrar su depurada educación. Otra de sus armas fue un frívolo vestido aunque, para contrarrestar, unas recatadas formas dignas de una mujer casada. Quería ser la más firme aliada de Roma para que, si ganaban la guerra, asegurarse que le devolvían sus títulos y posesiones, además de incrementar su poder. Para ayudar a la causa, había hecho traer desde Siria, los pocos milites fieles a su padre que se tuvieron que quedar allí ante la presteza de su viaje. Muchos habían vuelto a Armenia para desestabilizar desde dentro cuando llegase la ofensiva y sólo vinieron una decena, los más fieles, espléndidamente vestidos y armados al estilo parto pero con toques romanos.
Sin embargo, hubo algo que evitó tímidamente que la jornada hubiera sido perfecta. Pudo haber sido el pequeño incidente de Caio Mario, el cual se había colado con algún propósito como un asalariado para la velada de su domus y se llevó a un invitado completamente ebrio. Presumiblemente lo había beneficiado él mismo para sonsacarle información. Lo reconoció de cuando estuvo en la casa de Vibia y, aunque no se dirigieron la palabra, intercambiaron miradas confidentes. Esto fue obviado por ella, que al fin y al cabo no le interesaba el destino de un borracho. Fue algo más personal lo que provocó su indignación: fue cuando una cortesana venida de Egipto acaparó todas las miradas por su belleza y maestría tocando la cítara. Una de las esclavas más deseadas desde su llegada, no hacía mucho, por sus equilibradas formas, su voz sugerente, sus movimientos elegantes pero tremendamente sensuales y la seguridad en sí misma que derrochaba. Medea sentía el deseo de los hombres y el desdén de las mujeres. Pero en el caso de Kismet era algo casi patológico: su presencia le parecía un insulto porque, hasta ese momento, no había conocido ninguna competidora tan digna como ella. Y no tanto por su inherente atractivo como por las depuradas artimañas para encandilar a los hombres. Sin embargo, mientras se tragaba la bilis de la envidia al ver como la eclipsaba completamente, una idea tomó forma en su cabeza.
Para empezar era obvio no había competición real posible. Ella venía de un linaje ilustre y con futuro frente a una simple cortesana que dependía de su talento y belleza. Por este motivo, debía hacerse con sus servicios para usarla como instrumento para sus fines. La deseaba y la necesitaba más que todos los lujuriosos hombres de allí presentes. Aunque de una forma bien distinta.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Canon de belleza en Roma

Carreras de cuadrigas en el Imperio romano

Salud y sexo en la antigua Roma