Sevilla 1649 (XII)

Los que quedan
Ya se hacía patente que la pesadilla estaba a punto de acabar. Era cuestión de tiempo que se declarara libre de infección y se pudiera volver a empezar. Rui era casi el único enterrador que todavía estaba llevando a cabo su infatigable labor. En ese día, el 25 de julio de 1649, el día de Santiago, se dirigió a las fosas comunes cerca de la Puerta de San Juan con un par de cuerpos para sepultar. Habían fallecido por otras cuestiones pero, al estar los cementerios intramuros atestados y con el miedo de un hipotético contagio, había que hacerlo allí.
Acabando su trabajo, vio llegar a Martín «el amortajador» con un saco de grandes dimensiones sobre el hombro. Obviamente dentro había un muerto. No había sabido nada de él desde aquel lluvioso Viernes Santo.
         El hospital de la Sangre ha colgado la bandera blanca en su fachada. La peste ha acabado. – informó el viejo Martín depositando bruscamente el cuerpo en la arena tintineando todos los crucifijos que llevaba al cuello, chocando entre sí.
         ¡Demos gracias a Dios! – expresó santiguándose Rui y prosiguió. – ¿Y ese cadáver entonces?
         Un último muerto de peste. – señaló frívolamente mientras entregaba tres maravedís al mulato de la bolsa que llevaba al cinto. Acto seguido fue a limpiar la manga derecha de su camisa en el río. Ésta y su daga, se encontraban salpicadas de sangre fresca.
Rui miró con indignación al viejo Martín que se persignaba ante la visión del cementerio que allí se había creado.
         Lo enterraré, pero que quede claro que es por darle una sepultura cristiana y porque favores pasados. No quiero volver a participar de estos negocios. – indicó con firmeza el joven portugués tomando su pala. Martín afirmó con la cabeza.
En el rato que estuvo ampliando ligeramente el espacio para acomodar al nuevo inquilino, Martín se limpió y sacó de un zurrón un racimo de uvas, comiendo en silencio. Cuando Rui acabó, le ofreció unas pocas que no rechazó. Acto seguido colocaron el cadáver dentro y sorprendentemente, Martín comenzó a rezar una plegaria en voz alta, pidió por el alma del fallecido y cerró la oración con un padrenuestro. Rui, confundido, le siguió, completamente extrañado. Ese hombre le desconcertaba. Se santiguaron y mientras el joven terminaba de enterrar al asesinado, el viejo añadió antes de esfumarse:
         Ojalá fuera la última víctima.
         ¿De la peste? – preguntó Rui entre confuso y provocativo.
         De la maldad de los hombres.
Dicho esto, volvió sus pasos hacia el barrio de Portugalete. La mezcla de actos caritativos y altruistas se mezclaban con otros viles, incoherentes y sin piedad. Rui respiró aliviado, mientras terminaba de sepultar el cuerpo amortajado, pensaba en su vocacional futuro con su cofradía de Portugalete, sirviendo a la Iglesia y escuchando las plegarias de los buenos hombres. También seguiría sepultando cuerpos de su comunidad, para escuchar los últimos designios de sus almas y dar consuelo a las personas que les querían. Lo había estado haciendo en los últimos tiempos y lo seguiría haciendo, incluyendo este último entierro inesperado: Nuño, un hombre castigado por su ambición y su confianza en sí mismo. El sirviente, en toda su vida, sólo deseó que no le faltara de nada a su familia y agradar a su Excelencia.

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