Séptimo microrrelato de «Gladius et Peplum»

Paz de espíritu

Nunca en la breve historia de la comunidad, había habido tanta gente para despedir a un miembro que ni siquiera formaba parte del consejo principal. No sólo eso, había reunido a buena parte de las otras pequeñas comunidades, algunos gentiles y unos pocos judíos ortodoxos. No faltó quien sintió envidia por las públicas muestras de respeto y cariño que estaba recibiendo Simeón de Cesarea de cientos de personas. El viejo ciego había decidido irse a vivir como un eremita, vagando por el Sur de Egipto para no volver. Pasar la última etapa de su vida en soledad con el fin de mimetizarse con el cosmos y acercarse más a su dios. Al dios de Cristo.
Sólo dos cosas se cuchicheaban por aquel entonces en la populosa ciudad: la muerte de la madre del César, Agripina, incluyendo las morbosas teorías alrededor del funesto suceso, y la inminente partida de Alexandria del invidente más famoso del lugar. Uno de los motivos por lo que era tan querido era por su carácter apacible, sincero y discreto. Otro era por su respeto y disposición hacia todos los que se encontraba, procurando ayuda hasta donde sus limitados recursos fueran posibles. También por predicar la palabra del magister por toda la urbe, pero manteniendo debates filosóficos y dogmáticos con aquellos sabios, o no tanto, que quisieran intercambiar educadamente sus postulados. Y cuando se faltaba al respeto o se airaban, simplemente se despedía cordialmente y se esfumaba. Por todo esto y mucho más, había tantos allí, aunque no compartieran sus ideas. Igualmente, conocer a Sexto Valerio le causó una honda impresión, buscando la conversión de paganos y gentiles, entendiendo que no hay nadie exento de la gracia y la salvación del nazareno. Fue criticado por elementos superiores jerárquicamente dentro de la comunidad, pero refutó cada alegato planteado contra él y siguió de forma independiente, sin buscar confrontación. «Ya he tenido mucho de eso en mi vida», solía decir.
La tarde en la que partía, en la puerta Canope se amontonaban los curiosos: los que le deseaban buena fortuna, los que mostraban su gratitud e incluso unos pocos lloraban. Había sido un elemento de cohesión entre la heterogénea población de Alexandria. Fue una total sorpresa para él que, aunque no podía ver, sí intuía la masa a través de su oído y olfato. Viendo que debía decir algo, se giró a la muchedumbre, alzó una mano para rogar silencio y comenzó a hablar en griego con una amplia sonrisa en los labios.
-                Gracias por haberos desplazado hasta aquí. Este pobre viejo no lo esperaba y no merece tanto. Llevo a esta ciudad conmigo y cuando me reúna con el magister, le hablaré de todos vosotros, creáis o no en él. Haced que la paz, la ayuda al prójimo y el amor gobiernen vuestra vida diaria, con todos los que procuren vuestro bien y los que no. La rabia es para las bestias. Trascendamos del odio, que no lleva más que a la desesperación. Bendiciones, pueblo de Alexandria.
Justo al final, un hombre y dos mujeres, los más cercanos a él, recibieron especiales muestras de cariño. Destacó una joven a la que le dedicó unas pocas palabras.
-                Judith, tu lugar está fuera de esta urbe. Ve en mi nombre a la casa de la venerable viuda Vibia. Es una mujer poderosa e inteligente. Sabrá guiarte hacia un futuro mejor.
Dicho esto, hizo un solemne gesto con su mano para despedirse y se rió con ganas por la alegría que sentía de notar la calidez de tanta gente y su deseo de emprender esta nueva aventura. Su última aventura. Se fue caminando solo hacia el horizonte ante las melancólicas miradas de los habitantes de la ciudad. Un viejo decrépito, con toscos ropajes, que se tambaleaba al caminar, pero con firmes convicciones. Su proyecto continuaba, con un Dios al que amaba y una felicidad plena que había costado lograr. Había valido la pena su esfuerzo y el tortuoso camino que le había tocado recorrer. Había estado mucho tiempo ayudando a los hombres y haciendo de mediador con el Padre. Ahora la tocaba alejarse de lo mundano, con cierto temor, pero también con regocijo.

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