Octavo microrrelato de «Gladius et Peplum»

El príncipe errante

Una mezcolanza de sentimientos se apoderaba del aguerrido Styrmir cuando miraba hacia atrás contemplando la triste y escuálida columna de regreso. Había servido bien a los romanos durante su breve esclavitud y aprendido mucho de ellos, pensando que sería útil cuando volviera a su hogar a recobrar su legítima posición. Pero todo indicaba que iba a salir mal desde el principio. Y sus seguidores más cercanos se lo advirtieron, al igual que lo había hecho su difunto padre, Skelt.
Hacía muchos años que habían sido desterrados de sus tierras y el nombre de su padre y su familia habían pasado a ser casi una leyenda. Prácticamente ningún poblado o asentamiento desde que entraron en su territorio quiso apoyarle abiertamente, entre otras cosas, porque no lo conocían y no les importaban. Tuvo que recurrir a alianzas con otras tribus y clanes vecinos. Cuando empezaron las primeras escaramuzas, llegó el inicio del duro otoño de su tierra natal. Con lluvia y frío, empezó la cruel guerra, basada en escaramuzas, quemar pequeños asentamientos y saquear. Su intención con esto era forzar un combate definitivo entre las dos facciones donde podría mostrar lo aprendido de Roma junto con su fuerza y habilidades para el combate. Una luna después, se reunieron todos en un punto para iniciar las hostilidades con las primeras nieves. Se trataba de una extensa llanura rodeada por montañas escarpadas y escuálidos árboles. En la mañana siguiente, algunos de sus aliados le traicionaron y se fueron a casa. Sólo le siguieron mientras podían conseguir botín seguro y fácil. Antes de empezar el combate, otros se pasaron al enemigo al ver que sus números le perjudicaban. Styrmir había perdido tal magnitud de tropas que tenía la proporción de cuatro a uno en contra. Decidió lo más lógico: sabía que sería una lucha estéril y llegados a ese punto, debía evitar muertes innecesarias. Como le había enseñado su padre. Así que reconoció su derrota, dejó ir a sus aliados y se fue con sus poco más de centenar y medio de seguidores (incluyendo mujeres y niños) buscando un lugar donde asentarse.
Volvió a ser lo que recordaba desde su más tierna infancia: un líder itinerante, casi mendigo. Su padre se había ganado el afecto y el respeto de otros jefes a base de amenazas, diplomacia y fuerza cuando era necesaria. Para él fue una época feliz, aunque desarraigado, notándolo aún más por la expresión siempre taciturna de su padre. Así que debía darle un hogar a su hueste. Decidió ir bajando al Suroeste, dejando las tierras heladas del Norte, buscando los grandes pantanos antes de llegar a la frontera con los romanos y que hacían frontera con las tierras de los Suevos. Corría el rumor que dichas tierras estaban malditas por las guerras, las enfermedades y la cólera de los dioses. No podía ser peor que su continuo vagar de una lado a otro. Además, por pocas tierras que fueran, ellos tampoco eran demasiados.
Pasaron desapercibidos durante su trayecto, siendo ignorados por cada lugar que pasaron por su corto número, su aspecto nómada y pobre. En pleno invierno, la situación tornaba desesperada: no encontraban las famosas tierras disponibles, así que se establecieron en las primeras tierras sin población en los alrededores que vieron hasta que pasase la época de nieves. No sería hasta bien entrada la primavera cuando un jefe tribal llegó con un grupo de guerreros para expulsarlos de allí. Sin embargo, Styrmir le propuso algo: un combate singular entre ambos. Si perdía, no volvería a hollar los pies por allí, y si ganaba, le cedería dichos terrenos para su gente y se convertirían en aliados. Ni que decir tiene que Styrmir demostró sus dotes naturales de combate y lo venció sin humillarlo ni matarlo. Desde entonces, se cimentó una amistad entre ambos caudillos que duró hasta que los separó la muerte. Además, en poco tiempo, se fusionaron sus pueblos en uno solo gracias a los matrimonios entre ellos. Él mismo fue desposado con una hermosa hermana menor de su ahora amigo. Consiguieron expandir ligeramente sus fronteras, en parte gracias a su política pasiva con la lejana Roma e intermitente con otros pueblos. Por fin, demostró que tenía madera de líder y que sabía aplicar lo que había aprendido. Sólo se había equivocado de lugar.


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