Décimo microrrelato de «Gladius et Peplum»

Un pícaro seductor

 

Roma era el lugar ideal para él, podía ser quien quisiera y pasar desapercibido. Incluso en ambientes fatuos y de gentes cultivadas, Caio Mario no desentonaba. Gracias a la ayuda y el cobijo ocasional de Silvia, la amiga de su protector Sexto Valerio, podía ponerse los ropajes que necesitara y llevar a cabo su cometido. Había tenido una educación exquisita que bien podía usar o esconderla y codearse con lo más bajo de la sociedad. Además, el joven Mario, sabía adaptarse a las circunstancias si era descubierto. En cualquier caso, ese día se había torcido lo suficiente para que temiera por su vida.

Sus pesquisas le llevaron a la conclusión de que tenía que obtener información sobre Mamerco Sorona, un oscuro personaje que se había enriquecido no se sabe muy bien cómo, aunque se decía que era defraudando en la compraventa de insulae, y que aspiraba entrar en el ordo ecuestre. Caio Mario consiguió infiltrarse en un evento en su hogar que había organizado para ganar favores, haciéndose pasar por un ecuestre del Sur. Su elegante forma de vestir, su conversación agradable y una notable cadencia recitando poemas, hizo que embelesara a aquellos que se le acercaban. Sin embargo, cuando llegaron músicos y bailarines, en los primeros compases del fornicio, supo escabullirse hasta las estancias de la domus para indagar. Más de media hora precisó con la ayuda de una lucerna de aceite para encontrar entre las decenas, quizás centenares de tablillas y pergaminos, la información que requería. Se encontraba en dos tablillas que escondió cuidadosamente dentro de su túnica.

Sin embargo, al salir, se topó con uno de los diez mercenarios tracios que había contratado Mamerco Sorona para vigilar su hogar. Éste fue a dar la voz de alarma y desenvainar su gladius cuando, con un grácil movimiento, Caio Mario hundió su pugio, siempre a punto, en el bajo vientre mientras con el otro brazo lo inmovilizó y le tapó la boca para que no emitiera ningún grito. Así exhaló su último aliento. El problema ahora era el cadáver y que su toga estaba manchada de sangre. Los otros nueve mercenarios acabarían con él si trataba de salir de aquella manera. Lo primero fue ocultar el cuerpo bajo el scriptorium. Luego el joven Mario limpió la hoja de su pugio con su toga y la puso del revés para ocultar la sangre. Escabulléndose entre las sombras llegó al peristilum de la domus donde una joven paseaba con aire despistado, saltando desde la primera planta a la zona ajardinada, lo que sobresaltó a la chica.

-                ¡Dioses míos! – bramó la mujer aspaventada. Era una belleza mediterránea: morena, ojos pardos, tez cálida, rasgos afilados, senos delicados y ancha de caderas.

-                Disculpas por mi brusquedad, domina. ¿Qué haces sola? – respondió con cordialidad y una leve reverencia.

-                Mi esposo no gusta que participe en este tipo de actos. No me malinterpretes, es un buen hombre y no quiere que regrese sola.

-                Es un necio por no estar aquí contigo. – expresó Caio Mario tratando de ser cortés.

-                Llevamos dos años casados, pero prefiere otras diversiones. No puedes emitir un juicio de valor si tú no estás casado. – dijo con una mezcla de desdén y jugueteo.

-                Mis negocios no me permiten tener ataduras. Pero si estuviera casado con alguien como tú, nunca te dejaría sola.

-                ¿Por celos? – su tono era más desafiante.

-                Hasta el aire que te rodea me molestaría. – aduló besando la mano y mirando de reojo cada esquina de la estancia, alerta.

-                Te gustan las mujeres casadas, ¿verdad Caio?

-                Simplifica las cosas. Pero no quisiera parecer aprovechado, me es más que suficiente con tu grata compañía. – se oía los gritos y carreras de los guardias en las estancias superiores. Sin duda habían encontrado el cadáver. Mario sonrió para ocultar su preocupación.

-                Hay un cubículum aquí que está libre donde podrás seguir recitando poemas para mí.

-                No me gustaría estar en otro sitio, ni en otra compañía.

La muchacha le tomó de la mano y se lo llevó aparte. Fue una buena forma de finalizar la jornada y de evitar encuentros desafortunados.

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