Sevilla 1649 (X)

El afortunado
Nunca, ni en sus peores pesadillas, hubiera podido imaginar un espectáculo tan dantesco como el de aquellos días. Duccio Spini era un médico nacido, criado y educado en Florencia. Había llegado a Sevilla más de tres décadas atrás con una única intención: estar en la Puerta de Indias para tratar a gente rica y vivir con comodidad sus días.
Casi lo había conseguido. Los primeros años se fue haciendo un nombre tratando pequeños males y humores, principalmente, a mujeres de alcurnia. Gracias a ello, se ganó cierta reputación casándose con una hermosa joven cordobesa de familia burguesa y comprando una buena casa en la calle Aire. La vida era sencilla y vivía sin preocupaciones. Sin embargo, poco a poco empezó a decaer la urbe, y con ella, su patrimonio y clientela, que buscaba a otros médicos más en boga. Se vio forzado a trabajar en el Hospital de la Sangre, con muchos enfermos y gentes de todo pelaje. Odiaba el trabajo, pero asumió su «cruel» destino.
Esa compasión hacia sí mismo le duró hasta abril de 1649, cuando el hospital se abarrotó en escaso tiempo y empezaron las defunciones en masa. La peor pesadilla imaginable se hizo realidad. Pronto, se vio engullido por la vorágine que le rodeaba, que se llevaba también a médicos, cirujanos y frailes que realmente querían ayudar. Él estaba allí por el estipendio y empezó a sentir pavor por la situación, pero hizo lo que se esperaba de él. Mientras gentes como el administrador Don Gabriel de Aranda, el Contador Toribio del Rosal, el Licenciado Don Antonio de Viana, el Licenciado Don Juan Peculio y otras buenas gentes caían con la enfermedad, él seguía allí. Al menos fray Blas de Milla todavía aguantaba los achaques de la peste. Se entristeció de lo poco que podía hacer por ellos, de su inutilidad. Sin embargo otros, quizás no más preparados, pero sí con más sentido altruista y de entrega enfermaban y morían, como el Licenciado Sebastián Domínguez y el Licenciado  Francisco de Padilla. No así Duccio Spini, el Licenciado de pacotilla.
Duccio era un hombre de ciencia, poco piadoso, más bien entregado a las pasiones y algo frívolo. Dios y la religión le eran totalmente indiferentes. En cualquier caso, era una broma macabra o quizás el cosmos le estuviera hablando. Quizás le decía que debía hacer más. No iba a convertirse en un beato a estas alturas de su vida, pero le corroía las entrañas saber que nada le pasaba mientras caminaba entre los miles de personas angostadas esperando morir.
Tampoco ningún miembro de su familia sufrió perjuicio, parecía que estaban bendecidos. O eso decía su mujer, aunque a él le sobrevenían preguntas ¿Por qué, si estuvo expuesto a la enfermedad como tantos otros, no hacía presa de él? ¿Qué tenía él de especial?
La respuesta vino el 19 de julio de 1649, cuando la epidemia estaba en sus últimos estertores y Duccio Spini casi cantaba victoria. Se sentó en el exterior a la sombra, en un lateral del edificio para reposar la vista y escapar del insoportable calor. Por el rabillo del ojo, antes de cerrarlos vio una mujer vestida de negro que se aproximaba. O lo que él interpretó que era una mujer, ya que no la vio con nitidez, pero si escuchó sus palabras con una voz que no parecía de este mundo.
         É ora di pagare i tuoi debiti, Duccio (Es hora de saldar tu deuda).
Abrió los ojos de golpe y buscó a la persona responsable. No estaba. El mensaje ya había sido entregado. La suerte estaba echada. Desde ese momento, el terror se apoderó de sí mismo y su mente se bloqueó. Volvió a su hogar dando tumbos. Su familia, al entrar en la casa, lo encontró totalmente pálido y con mirada ausente. Se le escuchaba gimoteando, sumido en una profunda pena y sin querer hablar con nadie, ni tampoco probó bocado. Esa noche se metió en su lecho, quejoso y apesadumbrado, y no vio un nuevo amanecer. Se obsesionó tanto con la muerte que fue a buscarlo.

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