Sevilla 1649 (VIII)

Fosa común
Ya se contaban por miles los muertos diarios. Al menos eso se decía en las calles de Sevilla. Quizás fuera el carácter exagerado de sus gentes, pero sin duda alguna morían muchísimos. Intramuros no quedaba ni un palmo de tierra donde poder enterrar a aquellos que habían sucumbido a la enfermedad o hubieran fallecido por otros motivos. La Santa Iglesia Catedral, el Salvador, Santa Catalina, Santa Marina, San Marcos, San Miguel, Santa Ana, San Bartolomé, San Gil… en todas las collaciones de la ciudad amanecía con decenas, centenares de muertos en sus puertas. Familiares que los dejaban para que los enterrasen. Incluso había carretones que recogían a los muertos en medio de las calles. Por eso, empezaron los enterramientos en el exterior. Y las fosas comunes.
Rui, el aguador mulato, enterado del salario que pagaban a los enterradores, se unió a ellos. Vivía casi en la indigencia así que se decía que no tenía nada que perder. La Fortuna le había sido esquiva toda su vida.
En un principio el joven, cínico por naturaleza, veía con frialdad su trabajo, abstrayéndose pensando que seguro que esas gentes habían tenido una vida más fácil que él hasta ahora. Pero muy pronto la autocompasión dejó de tener sentido. Hombres y mujeres, viejos y niños, mendigos y burgueses, frailes y laicos, justos e injustos… Su frío corazón se derritió y notó como aquello actuaba por cuenta propia. Ni Dios tenía que ver en aquello. No podía ser, era demasiado errático. Ver a todos aquellos rostros sin vida, los cuales en muchos casos él mismo tuvo que amortajar, acabó por abrirle los ojos. Un don que descubrió y negaba durante el trabajo y después de él. Siempre había pensado que somos sombras en un mundo triste e injusto. Era así, pero vio otra cosa, algo que le hubiera parecido imposible en el pasado: belleza, una extraña y peculiar belleza entre tanto horror. La serenidad de la muerte. No se trataba de belleza física, comenzó a notar sus almas, escuchaba sus pensamientos, diatribas y deseos. Le sorprendió gratamente la hermosura de ellos.
Sus últimos pensamientos solían estar cargados de amor y buenos deseos para todos: la mendiga que transmitía el afecto y preocupación por su perro, el abuelo que deseaba salud para su nieto aún en el vientre de su hija, la madre que recordaba con ternura cuando tenía a su bebé en sus brazos o el párroco que se iba con orgullo por reconfortar y dar paz a los ancianos antes de unirse al Padre. Escuchó a todas y cada una de aquellas almas, como si fuesen invitados que le saludaban como a un anfitrión. Con cada palada que daba en la explanada que había junto a la Puerta de la Barqueta, notaba como purgaba cada día de su vida que había sido ajeno a todo ello y su falta de compasión. Se convirtió en un purgatorio y su corazón se llenó de Amor. No sólo eso, comenzó a ir a misa y decidió que cuando fuese la hora, engrosaría las filas del ejército de Cristo. Era hora de afrontar su destino y ayudar a aquellos que anhelan consuelo antes de que la Parca llamara a la puerta.
Sus compañeros de profesión, rotos por la dolorosa tarea o totalmente indiferentes para poder llevarla a cabo con cordura, miraban con extrañeza al mulato. Solía llorar mientras lo hacía. Pero no de pena, si no con una extraña sonrisa. Con un rostro feliz. Tanto era así, que algunos juraron y perjuraron, que vieron con total nitidez un aura entorno a él. Un peculiar caso para esas sencillas gentes, pero posible en aquellos funestos días, de «ángel moreno» o «ángel negro».

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