Sevilla 1649 (VII)

El humilladero
De nada había servido aislar el barrio de Triana, ni los controles en las puertas de Sevilla, ni ninguna de las medidas del gobierno de la ciudad. Parecía que la tormenta perfecta había llegado y Sancho Ortega, miembro de la Santa Hermandad estaba aterrorizado. El número de fallecidos no dejaba de subir. Su hermano Alfonso había sucumbido rápidamente a la pestilencia, dejando a mujer y tres hijos de los que tendría que hacerse cargo. Se lo debía. Había sido quien le había conseguido el trabajo, aunque no era tampoco su sueño. Pero había aceptado la vida como le venía, como el matrimonio con una mujer que no amaba que también su hermano le había concertado. Se había demorado por la situación, pero llegaría tarde o temprano. También había perdido a cuatro compañeros, dos amigos de la infancia y tenía a un sobrino enfermo. Tanto dolor lo había dejado destrozado física y anímicamente. El control en las calles se había hecho peligroso, tedioso y la visión de montañas de cadáveres frente a las iglesias tampoco ayudaba. Se hablaba seriamente incluso de disolver a la Santa Hermandad. Era la octava noche desde que Sevilla se declarase ciudad infecta y se sentía demasiado vulnerable. Necesitaba reconfortar su alma, hastiada de tanta desesperanza y miedo.
Aprovechando su posición de privilegio, salió por la Puerta Osario antes de que la noche tomase Sevilla por completo. No precisó de ninguna explicación, sólo afirmó que al alba estaría al otro lado para llevar a cabo la guardia que tenía asignada.
Caminaba taciturno con una única idea en la cabeza. Con su mano izquierda sujetaba su espada. Con su mano derecha un rosario, con el que oraba con frenesí entre dientes. El camino en penumbra parecía alargarse y que nunca llegaría a su destino. Llevaba yesca en el caso de que precisara darse lumbre para llegar, aunque prefería que pudiese llegar antes de que el último rayo de sol cruzase aquella tierra abandonada de Dios. Por esto, apretó su paso lo suficiente para llegar en los últimos instantes a la Cruz del Campo. Jadeando como un perro, se arrodilló frente al humilladero y comenzó a rezar en voz baja con los ojos cerrados. Pedía por su familia y por las almas de los que se habían ido. Plegaba porque todo acabase pronto, que el dolor cesase y no se llevase a nadie más. Ofreció incluso su vida a cambio de que escuchara sus súplicas. Por último, pidió el perdón por lo que estaba a punto de hacer y acabó con un padre nuestro.
Abrió los ojos, se enjugó las lágrimas que recorrían sus mejillas y se alzó dirigiendo sus pasos hacia una choza alejada de un tiro de piedra de la ermita que había allí cerca. La única estructura de los alrededores que tenía un candil encendido en la puerta. Frente a ella, dudó unos segundos si llamar o no, pero la soledad que sentía era profunda y finalmente aporreó levemente la puerta. Un hermoso joven a medio vestir abrió la desvencijada puerta.
         ¿Vienes a prenderme o a que te prenda, Sancho? – expresó juguetón el joven Adonis.
Sin mediar palabra alguna cerró la puerta tras de sí, besó al joven y se dejó arrastrar por una pasión que se desató con mayor violencia que una tormenta de verano. Era la sensación de sentirse atrapado y explotar como un tonel de pólvora. Todo era hostil. Que la muerte le llevase mañana si quería y si no, afrontaría lo que le tocase vivir. Esa noche sería él mismo por última vez.

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