Sevilla 1649 (IX)

Oportunidades
Entre toda aquella inmundicia algo bueno había salido. Su padre siempre le había dicho que debía buscar el mejor rédito en las peores circunstancias. Y aquellas eran las peores que nadie recordaba.
Ágata de Ballesteros era la hija de un reputado platero, viviendo con una posición relativamente acomodada. Desde ella y con una educación notable, dejó que se llenara de una inquietud casi patológica. Cuando llegó a edad casadera, tomó por esposo a un apuesto fabricante de paños llamado Jaime y que estaba afincado en su mismo barrio de la capital hispalense. Había sido una elección propia y aprobada por todos, ya que el joven era bien parecido, con una herencia nada despreciable y poco interés por el trabajo. Así pues, Don Jaime era la cara visible del negocio, cerrando acuerdos con vino y comilonas, o dando paseos para relacionarse con gentes de bien. Doña Ágata era el celebro pensante y quien dirigía la empresa desde dentro. Las personas que trabajaban para ellos lo sabían, desde criados, costureras o tintoreros. Nadie molestaba al señor de la casa con «nimiedades», para eso estaba su mujer.
Así, ella dirigía el establecimiento hasta el último detalle y nadie fuera del mismo lo sabía. Entre otras cosas, por no dejar en mal lugar al dueño teórico de la factoría. Las gentes de la factoría de Santa María la Blanca sabían la fuerte personalidad de Doña Ágata y que siempre tenía algo entre manos: cuando no estaba con pedidos y cuentas, revisaba la información que su marido había recabado sobre cualquier posible venta o contacto, o supervisaba cada aspecto de los procesos. Y eso cuando no leía vorazmente cada libro que podía adquirir. Su gran pasión. Así se creó una relación simbiótica y realmente feliz, dando lugar a cuatro hijos.
Pero la peste de 1649 podía hundir lo que llevaba tantos años cuidando y expandiendo (muy lentamente). Sus pedidos se habían reducido peligrosamente, su exportaciones se estaban volviendo complicadas y sus asalariados empezaban a enfermar.
Aunque Doña Ágata no se arrugaba ante las dificultades y al poco de comenzar a extenderse la epidemia, cambió su producción y a quien iba dirigido. Se centró principalmente en hacer mortajas que se necesitaban tanto en la ciudad como fuera de ella. No obtenía las mismas ganancias que con su producción previa, pero también necesitaba de menos personal, tejidos más toscos y menos inversión.
Un tercio de sus trabajadores murieron por aquel horrendo mal que azotó la ciudad, pero la factoría aguantó los envites y prosiguió, tocada pero no hundida. Doña Ágata y Don Jaime también vivirían para contarlo, así como tres de sus cuatro hijos. Luego producirían velas para las naves de las Indias también, mostrando las capacidades de adaptación de la extraordinaria mujer. Nunca recuperaría el fulgor y el prestigio de tiempos pasados, pero al menos aguantaría una generación más, pudiendo vivir sus hijos de dicho negocio. No así sus nietos que, ya mayores y con la perdida del monopolio con América, claudicaron. Pero esa es otra historia.

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