Sevilla 1649 (III)

Cordón sanitario
Llegaban rumores de que la pestilencia llegaría a la ciudad pronto y arrasaría con todos, pero Munia hacía caso omiso. Se decía de un tiempo atrás, que estaba llegando a todo el Mediterráneo y que los muertos se contaban por cientos de miles. Con las riadas, las malas cosechas y la subida del pan ya tenían suficiente para preocuparse por otra pestilencia. Había problemas más acuciantes que los rumores de un mal que aparecía ocasionalmente por allí y por aquí. Ella se mostraba escéptica. Ya había llegado con anterioridad a Sevilla y, si bien moría gente, nunca había sido tan grave como algunos decían. Exagerados e histéricos. Ella y los suyos estaban sanos y no se verían afectados. Los débiles y los pobres serían los que caerían, y ellos ya no lo eran.
Había conocido el infierno en la tierra, en su opinión, y no sería algo tan nimio lo que se la llevaría por delante. Había sobrevivido a todos los males derivados de estar en el prostíbulo de la ciudad por años, esquivando las enfermedades derivadas de su actividad, la suciedad, la falta de higiene de los clientes y, en ocasiones, los malos tratos. Había conseguido ahorrar lo suficiente para poder salir de ese agujero. Había logrado engatusar a dos hombres casados y con posiciones relativamente acomodadas para obtener su favor. Incluso había obtenido su propio hogar en la collación de San Marcos, en una humilde casucha. Pero era suya. Gracias a sus artes, pese a su origen mísero, no sólo tenía a dos hombres a sus pies que consentían compartirla, si no que también ganaba dineros como trapera. Es más, tenía una hija y un hijo que eran su esperanza y máxima preocupación. Los dos amantes se desentendieron de la posible paternidad de las criaturas. Y mejor para todos, se decía: mejor inexistentes que malos padres. Tenía planes para su futuro: su hija se casaría con el hijo de un acomodado panadero, un débil mental, mientras su pequeño trabajaría como escribano para un adinerado burgués del que ya había obtenido sus favores. Así, mejorarían su situación y podrían romper el estigma de ser hijos de una antigua fulana. En cualquier caso, todavía eran muy jóvenes, ya que tenían seis y nueve años respectivamente. Eso sí, ya sabían leer y las cuatro reglas gracias a sus amistades.
Por todas estas zozobras y devaneos que había tenido, Munia no temía a la enfermedad. Pasaría sin pena ni gloria y todo volvería a la normalidad. Además, uno de sus enamorados, Francisco, era un escribano menor de la ciudad y le había dicho que habían clausurado Triana, confinando a los contagiados. El otro amante, Alfonso, era un miembro de la Santa Hermandad, la guardia urbana de la ciudad, y ratificó lo dicho por el primero. Se rumoreaba que unos gitanos la habían traído desde Cádiz.
Además, Munia no perdía la oportunidad de aumentar su renta. Su enamorado de la Santa Hermandad le conseguía paños habitualmente. Ella se encargaba de revenderlos a cambio de repartir los beneficios. Con esta situación, había aumentado la cantidad de ropajes que vender, pudiendo ser una salvaguarda para el futuro. No era necia, sabía que esta situación tendría repercusiones económicas y era mejor ganar todo lo que pudiera. Sabía que su galante valedor obtenía esos paños extra de forma ilegítima e inmoral: de muertos y enfermos, pero no le importaba. Había sufrido demasiadas penurias para dejarse llevar por la conciencia. Además, ojos que no ven, corazón que no siente, se solía decir.
Quizás si hubiera sabido que esos paños ayudarían a transmitir la enfermedad por Sevilla, se lo hubiera pensado dos veces. Máxime cuando provocó la infección y muerte de sus dos amantes y de su pequeño retoño.

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