Sexto microrrelato de «Gladius et Peplum»

Objetivo marcado

El muchacho sentía una impotencia que lo mantenía lleno de cólera. Había llegado unos días atrás a Herculano esperando lograr un pasaje que lo condujera a Dalmacia para enrolarse en alguna Legio de esa región por consejo de su propio padre. Sin embargo, la embarcación exigía un alto pago por el viaje, sin contar los imprevistos, y había perdido una parte en una mala apuesta en los dados. Una insensatez, ya que siempre había sido torpe en los juegos de azar. Así que no tuvo más remedio que participar en algo deshonroso: los combates clandestinos. No es que nadie supiera de su existencia, si no que no eran habituales y sólo los amantes de las apuestas y los más sádicos querían ver algo así. No había Honor como en las luchas gladiatorias: dos luchaban, uno vivía. Sin reglas, sin búsqueda de equilibrio entre las armas, sin respeto mutuo. Era para gente realmente desesperada y pocos deseaban participar porque realmente no suponía un beneficio tan generoso para arriesgar la vida. Rara vez participaba un gladiador o ex – legionario.
Participó y venció en dos de los tres combates convocados, solventándolos de forma relativamente cómoda. No pudo evitar mostrar su pericia a la hora de matar. Sin embargo, el público no era estúpido y su pago fue aún más bajo de lo que esperaba. De ahí, su impotencia y frustración.
Se había quedado solo en esa granja abandonada en las afueras que había sido acondicionada para la lucha. Miraba al infinito con la pequeña bolsa de beneficios en una mano y un fardo con su equipaje en la otra, sentado sobre un saliente del derruido hogar. Meditaba cual sería su siguiente opción. Escuchó los pasos de una sombra que se acercaba comiendo ruidosamente unos higos. No engañaba pese a que iba tapado con varios ropajes: se trataba de un miles con su uniforme al completo bajo ellos, exceptuando obviamente su casco. Con la boca llena le habló.
-                Reconozco que sabes lo que haces con la gladius.
-                Eso dicen. – respondió el joven sin mirarle.
-                Lo malgastas en cosas deshonrosas como estas. – apuntó de nuevo el miles.
En ese momento, el muchacho se giró y vio un rostro surcado de arrugas de un veterano que mostraba una seguridad propia de la edad, pero sin la altivez propia de muchos milites. Por el contrario, usaba un tono casi jocoso.
-                Curioso consejo de un espectador… ¿es el vicio del juego o te la pone dura la sangre? – provocó clavando sus enturbiados ojos rasgados verdes en el viejo.
-                Un poco ambas cosas. – respondió con sinceridad y sorna a partes iguales. – Aunque también busco nuevos talentos.
-                ¿Quieres que me enrole en la Legio, ciudadano? – deseaba hacerse de rogar y ver si podía conseguir ventajas.
-                Eso es lo que deseas, y no intentes engañarme, sé que es así. – por primera vez el miles se puso serio. – Pero no quiero un estúpido que usa más la rabia que el seso y se deje matar.
-                Estamos para luchar y morir ¿no?
-                Estamos para servir a Roma. Y en ciertos momentos hay que matar y en otros contenerse. Me gusta saber que quien recluto va a responder como debe.
-                ¿Es una prueba, Centurión? – adivinó el joven combatiente el rango del interlocutor.
-                Todo en la vida es una prueba, comete tus propios errores, ciudadano. La arrogancia no va conmigo. – se dio la vuelta taciturno.
-                Disculpa. He sido un lobo solitario toda mi vida, pero sé escuchar y aprendo deprisa. – hizo una pausa el muchacho y el miles se dio la vuelta y asintió. – Puedes llamarme Vesper.
-                Sígueme, mañana partiremos en barco con el resto de reclutas a la costa Dalmática.
Dio tres pasos y se paró de repente como si hubiese olvidado algo, sonriendo por su necedad.
-                Por cierto, soy el Centurión Marco Juno.

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