Sevilla 1649 (II)

La cólera de Dios
Todo el mundo agradecía el cese de las lluvias. Allá donde fuere, la gente se alegraba y bendecía que todo hubiese acabado. Sólo se lamentaban de las riadas y el fango que se metía por doquier. Sin embargo, el joven fray Teodoro sabía que había algo más. El diablo oculta sus intenciones de las formas más mezquinas. Y las lluvias habían dado paso a la humedad, el estancamiento de aguas y la insalubridad. Además, este año no había podido procesionar ni una sola de las cofradías previa a la Pascua de Resurrección. Un aviso.
Pero no se trataba sólo de superchería religiosa. Fray Teodoro era una persona observadora y reflexiva. Sin embargo, en este caso, se trataba de una sensación. Una intuición. Algo que no le dejaba respirar, ni pensar, casi ni orar a Dios. Así que después de cumplir con sus obligaciones diarias, abandonó el convento de San Antonio Abad y paseó con dificultad por las calles de la ciudad para dejar que esa voz interior suya, le diese una orientación clara. Junto con el lodazal, había la misma suciedad de siempre y parecía un caldo de cultivo para las ratas. Notó el aire cargado, algo que se le metía para sus adentros, por eso buscó salir del recinto amurallado por la Puerta Real. Quería alejarse de la gente, de la masa pestilente y llena de pecados que arrastraban sus inmundas costras terrenales entre sus semejantes. Despreciaba al vulgo, ya que representaban cada uno de los pecados capitales. Sólo la Gracia de Dios podía salvar las almas de este mundo. Y para él, sólo el estamento religioso podría llevar a cabo tan ingente labor. Pocos seculares reunían, a su juicio, la virtud por delante de sus faltas. Su hermana era un digno ejemplo.
Inmerso en tales pensamientos, se dio cuenta de que había llegado hasta el puente de barcas. Allí observó a un grupo de niños que jugaban cerca del muelle de la sal lanzándose arena entre risas. Los olvidaba, ellos también estaban excusados. Las pasiones se desarrollaban con la madurez y las pequeñas faltas se convertían con facilidad en los pecados más horrendos. Su corrupción venía de los adultos.
Tres pasos más y algo captó de nuevo su atención. Un cargador con mareos y náuseas. Puede ser que se debiera al calor, a la humedad o al esfuerzo, pero no tenía buena cara. Pese a que estaba a cierta distancia, agudizó su oído, escuchando decir que era mejor volver a su hogar, en la cava de Triana. Así pues, cambió su destino. Estaba seguro que Dios guiaba sus pasos. Cruzó el puente de barcas, giró a la calle Ancha[1] dejando el Castillo de San Jorge a su derecha. A partir de allí, empezó a vagar sin rumbo, sin pensar, dejándose llevar y perdiendo la noción del tiempo.
Cuando quiso darse cuenta, se topó con la Iglesia de Santa Ana. Alzó la mirada y vio la escuela de mareantes. Menos mal que nadie sabía lo que estaba haciendo. Si no, lo tomarían por un lunático. A veces, surgía una voz interior y la escuchaba. Quizás demasiado. ¿Sería el diablo? Se iba a dar por vencido cuando vio un mendigo pegado a la tapia de la Iglesia que le llamó la atención. No fue su expresión agónica y silente, fue el tintineo del rosario que llevaba en la mano, que temblaba con violencia. Se acercó y vio entre una de las rasgaduras de las ropas del mendigo, la caja de Pandora: un bubón negro bajo su axila.
Dio un respingo. Sabía lo que significaba. Debía avisar a los veinticuatro, el consejo de la ciudad. La pestilencia había llegado finalmente a Sevilla, como había llegado el año antes a Cádiz. El diablo había hablado y él había escuchado.


[1] Actual calle Pureza.

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