Sevilla 1649 (I)

Serenidad
No recordaba la última vez que veía caer tanta agua durante tantos días seguidos. Quizás fuera cuando sirvió bajo las banderas del Rey en un lugar muy lejano de su Sevilla natal. Pero aquellos días habían quedado muy atrás. Bajo el dintel de la única ventana de la casucha que él mismo había construido con madera y barro, contemplaba desde la otra orilla de la ciudad, el aguacero. Ubicado en el improvisado, chabolista y poco salubre barrio de Portugalete[1]. El viejo Martín era un conocido del lugar por su discreción, su reputación y su aspecto.
A sus raídas ropas, se le añadía unos pelos enmarañados, unas manos callosas, una obsesión con los baños casi diarios y siempre con una daga al cinto. Pero lo que más destacaba era la media docena de crucifijos colgados de su cuello. Todos distintos: madera barnizada, tosco cáñamo, hierro forjado, piedra labrada, conchas marinas y bronce bruñido. Siempre las llevaba por fuera de sus ropajes y se hablaba de que tenía una particular forma de entender la religión. Algunos le habían apodado «el amortajador» porque se decía que había mandado más gente a la tumba que los propios enterradores. Aunque quizás exagerado, unos años atrás, había despachado con frialdad a un gitano que estaba rajando a su mujer y a un manga verde que venía a prender a un «moreno», lanzando su cadáver al Guadalquivir. Así tomó un rol de cruel o justiciero según a quién se le preguntara. Como el rey Don Pedro.
Así, Martín «el amortajador» observaba la lluvia que no había dejado de azotar aquella tierra desde hacía… ¿días o semanas? Había perdido la cuenta. Poco importaba. Era un diluvio en toda regla y que antecedía a alguna desgracia, seguro. El suelo era un lodazal y hasta los menos avispados sabían que esto llevaría a alguna riada. Y los primeros en sufrirla serían ellos. Pero la verdad es que poco tenían que perder esas gentes, incluido él mismo. Todas sus pertenencias se podían meter en un fardo. Además, algunas de sus posesiones no estaban en su choza porque las compartía con sus vecinos, como una hachuela para leña o una pequeña biblia desgastada por el uso, aunque casi todos allí eran analfabetos.
Mientras asaba unos pescados que había capturado río arriba el día anterior, reflexionaba sobre el limitado poder del hombre sobre la naturaleza y los extraños designios de Dios. En esas que vio pasar, completamente empapado, a Rui, un mulato portugués que malvivía haciendo de aguador, profesión poco necesaria en aquellos días.
         ¡Ven a hacerme compañía! – le sugirió Martín haciéndole señas.
El joven aguador no dudó y con gran esfuerzo, se abrió paso entre el barro para llegar. Y eso que iba sin calzado. Nada más entrar le extendió un paño seco y uno de los dos pescados que tenía en estiletes. El que estaba más hecho. El mulato recibió  todo con una sonrisa triste.
         Vengo de donde los cartujos, allá arriba del río, por si me daban de comer. – informó  con su mal disimulado acento intentando iniciar una conversación. Al ver que no había respuesta, prosiguió. – Llevas comiendo pescado una semana.
Entonces Martín, que seguía inmerso en sus pensamientos, tornó hacia él y pontificó con rudeza.
         Es Viernes Santo, impío.


[1] Actual zona del patrocinio.


Comentarios

  1. Interesante y con ganas de seguir leyendo. Esperando el próximo capitulo. FELICIDADES!

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  2. Me parece muy interesante, ya que me gusta mucho este tipo de relatos e historia sobre la Sevilla antigua

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  3. Tendrá continuación?? Me gustó.

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    1. Los doce relatos han sido publicados y están disponibles. Puedes buscarlos más fácilmente con la etiqueta «La sevilla de la peste». Un saludo y gracias

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