Quinto microrrelato de «Gladius et Peplum»

Cálida despedida

No había nada mejor que un cálido baño después de un azaroso día de trabajo, acompañado por un buen vino de falerno, una comida ligera y una hermosa mujer con la que yacer. Quizás no con su consentimiento, pero al ser una esclava de su propiedad, no podía negarse, ni tendría que pagar. La domus de Lucio Quinctilio estaba perfectamente acondicionada y tenía un sencillo balneum, una pequeña piscina donde relajarse y llevar a cabo sus muy esporádicas fantasías fetichistas. Cuando esto ocurría, tenía prohibida la entrada a los esclavos bajo ningún concepto.
Pese a que había entrado plenamente el otoño, en las mañanas de Alexandria hacía un calor terrible y frío en las noches. La luz rojiza de la puesta de sol, entraba por los ventanales de la domus y sus pórticos. Mientras él accedía con regocijo a la piscina, Medea paseaba su belleza por las cortinas de fino lino intercaladas entre los arcos y que bamboleaban a la suave brisa del mar. Portaba una túnica tan liviana que se trasparentaban todas las partes impúdicas de su equilibrado y dorado cuerpo, que se contoneaba sensual e irresistible. Prueba de ello, era la erección en ciernes del romano.
-                No hagas esperar más a tu domine. – comentó Quinctilio masticando un higo de una bandeja cercana. Gustaba de intercalar la bebida, la comida y el placer sexual.
-                He traído a una compañera, domine, como me ordenaste. – respondió Medea, arrodillándose frente a él lentamente.
La otra mujer hizo aparición por la derecha. El Praefectus classis de Egipto miraba con deseo también a la recién llegada que, a una rápida orden, se desnudó dejando caer su túnica. Se trataba de una mujer bastante alta, con rasgos anodinos pero poseía un cuerpo fibroso, hermosos pechos y piernas fuertes. Un atractivo especial y completamente inverso al de Medea, donde la mesura y el equilibrio eran la base de su increíble belleza.
-                Es una masajista excelente. – añadió la prostituta mientras hacía círculos en el agua con dos dedos sin apartar la mirada de su domine.
-                ¿Nombre? – preguntó el romano con voz lujuriosa.
-                Tu gente me llama Gaia. – respondió con sumisión la nueva.
-                No me vendrían mal tus artes, mis hombros están cargados. Siéntate detrás de mí mientras tú, Medea, acércate.
Dejó un hueco para que la mujer tomase su posición tras él mientras que la joven oriental dejaba caer su vaporosa ropa con una lentitud estudiada mientras el excitado romano se relamía. Además, las fuertes manos de Gaia hacían que su cuerpo se estremeciera al tocarle enérgicamente los hombros. Todo era estimulante y su deseo crecía como una tormenta de verano.
Sin embargo, un movimiento brusco le hizo que se sobresaltase. Gaia le rodeó con fuerza con sus robustas piernas mientras, de un brazalete, sacó un cordel y empezó a estrangularlo con una fuerza inusitada. Había conseguido bloquearlo por completo. Sus ojos se inyectaron en sangre y sólo podía gemir.
-                «El acosador impenitente» te da las gracias por tus servicios, pero te releva de tus funciones. – informó Medea volviendo a vestirse con rapidez, ignorando los últimos momentos de agonía del Praefectus classis.
En pocos instantes, Lucio Quinctilio dejó de patalear con los ojos completamente despiertos y la boca entreabierta. Con fuerza, la enviada para acabar el trabajo, sacó el cadáver y lo colocó junto al borde, para que se hiciese medianamente creíble que las marcas del cuello habían sido provocadas por una caída accidental.
-                En primavera tendrás un mejor destino por los servicios prestados. – añadió Gaia sin emoción alguna en su voz.
-                Siempre sirvo a mi verdadero y único domine. – respondió la mujer con una sonrisa lacónica. Su vida pertenecía al «acosador impenitente» y ni siquiera lo había visto en su vida.

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