Cuarto microrrelato de «Gladius et Peplum»

Un ritual antiguo

¿Cómo había podido pasar? ¿Cómo todo lo que había construido con sus propias manos se había derrumbado con tanta facilidad, como si fuesen hojas arrastradas por el viento?
El principio del fin llegó con la toma del “Puerto de las rocas”, pero no por lo que podía imaginar. Murieron en el intento centenares de sus hombres y miles de aliados para obtener un motón de ruinas. Y eso sin contar con la ofensiva posterior de Domitio Corbulon que, si bien corta, fue suficiente para mostrar que el poder de Roma seguía intacto. No obstante, lo peor fueron las muertes de su hijo Heiner y de sus dos mejores caudillos de la temida Guardia Verde. Uno de ellos, por orden suya. Los sustitutos, Blaz y Hugi, no estuvieron a la altura. Por una impaciente ambición, uno de ellos intentó matar al otro en medio de una incursión de castigo a un poblado en los albores del verano. Los habitantes del asentamiento, aprovechando que el asalto degeneró en una lucha entre dos facciones diferenciadas de la caballería de la Guardia Verde, consiguieron exterminar hasta el último miembro, incluyendo a sus caudillos. Eso desencadenó que aliados y amigos empezaron a abandonarle tras perder gran parte de su elemento disuasorio y la volubilidad de sus alianzas, que rápidamente olvidaron los favores recibidos en un pasado no tan lejano.
Estuvo todo el verano intentando asegurar lealtades aquí y allá, utilizando diplomacia y mano dura según las circunstancias mientras evitaba tomar partido contra Roma. Pero el mal estaba hecho. Incluso el último caudillo de la Guardia Verde, el leal Geert,  se volvió con su tribu, los suevos, con buena parte de los restos de la élite de su infantería. Incluso sus hijos y familiares le dieron evasivas o vacuas promesas por no perjudicar el poder que ya tenían gracias a su apoyo.
Con las primeras lluvias de otoño, Eberhard sólo tenía bajo su mando directo a unas pocas decenas de hombres. Y no sólo había perdido autoridad, si no que empezaba a ser un incordio para todos aquellos que querían autoproclamarse líderes independientes de una tribu o clan. ¡Qué ironía! En primavera poseía a miles de hombres que podían aplastar cualquier región de Germania que se le opusiera. Ahora, por todo lugar que pasaba, los caudillos le ignoraban o hacían juramentos poco fiables, al tiempo que sus propios guerreros no dejaban de desertar durante la noche. Era la desventaja de estar continuamente en movimiento para evitar ser asesinado a traición. Por todo esto, decidió hacer un sacrificio a los dioses. Después de dar estrictas órdenes a su comitiva antes de penetrar en el bosque sagrado, pidió permiso a Eduvigis y a la Suma Sacerdotisa. Ellas no salían de su asombro ante la petición del Gran Jefe. Su aspecto había empeorado hasta volverse un viejo famélico, triste y cansado.
Eberhard caminaba solitario con sus pensamientos entre olmos, hayas, robles y castaños, buscando una respuesta que no llegaba. Escudriñando las copas de los árboles buscando alguna señal para iniciar el ritual. Al menos era un lugar hermoso e idílico, acompañado por el arrullo del agua de un riachuelo cercano. La luz blanca se colaba entre la maleza, le cegaba su único ojo sano y lo hacía lagrimear. Se puso de rodillas cuando se percató de la presencia de la Suma Sacerdotisa y Eduvigis, que se quedaron hieráticas como esculturas pétreas. Eberhard comprendió con la serenidad que se podía esperar, que no debía esperar más: el momento había llegado.
-                Que los dioses acepten de buen grado mi sacrificio, protejan mi legado y me reciban como merezco. – declaró con voz vibrante el germano.
Con firmeza hundió su pugio romano, de cuando fue numerii de éstos, y se abrió el estómago con fuerza, dejando escapar un suspiro contenido. Sólo las dos mujeres verían desplomarse al que había sido su enemigo y darían digna sepultura a sus restos bajo un gran roble. Había sido un honroso y ejemplar final: entregarse a sus divinidades para que los hijos que le habían sobrevivido dejaran de tener una diana en la cabeza.

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