Primer microrrelato de «Gladius et Peplum»

Deuda de afecto

Un viento gélido y cortante erosionaba el ya deteriorado rostro del viejo romano de pelo cano. La llegada inminente del invierno castigaba el carcomido cuerpo del antiguo legionario, no así su voluntad, que era firme como el mejor de los aceros creados por el ser humano. No se lo permitiría así mismo. Se lo debía a su hermano de armas.
Más de un año había pasado desde que finalizara su servicio militar y se le entregara la honesta missio que corroboraba una pensión por sus largos años de servicio a Roma en las Legii. Había llegado a sus tierras, a no mucha distancia de Aquileia. Con su mujer y tres hijos. Trabajaría con tesón, dedicación y tranquilidad las tierras para darle a su descendencia la vida pacífica de la que él había carecido. Pero Druso tenía una deuda que pagar antes de disfrutar de las mieles de su merecido retiro. Una que se había impuesto justo antes de separarse de su antiguo líder y amigo Sexto Valerio: encargarse del hijo de Macro, caído en combate. Y no estaba siendo fácil encontrarlo, ya que había sido informado que su madre había muerto en primavera y había abandonado su hogar. La última noticia que había obtenido era que se encontraba en las montañas, haciendo las veces de pastor, a tres jornadas al suroeste de Carnuntum[1]. Había oído que había cometido algunos errores propios de una juventud intemperante, como robar a granjeros, meterse en peleas en tabernae de baja estofa o incordiar a mujeres de bien. Le recordaba las típicas andanzas de su padre con su edad.
A punto de finalizar el ascenso del angosto sendero, se encontró de bruces con el acceso a una choza junto a la cornisa con lo que parecía ser cuatro o cinco cadáveres desmembrados. Tras la sorpresa inicial, en la que echó mano a su vieja arma reglamentaria que llevaba consigo y miró a los alrededores. Inmediatamente, salieron del interior dos chicos con actitud agresiva: uno armado con una hachuela y una gladius, mientras otro giraba una honda cargada, a la par que portaba un pugio en cada cadera. De una edad similar, tenían cierto parecido: sus rasgos eran similares, mezcla entre lo romano y bárbaro en igual modo, salvo su cabello, que uno lo poseía dorado frente al otro de color azabache. Druso recobró su calma habitual, envainando su arma y mostrando las palmas de sus manos en señal de buena voluntad.
-                Busco al hijo de Macro, legionario de la Legio V Alaudae.
-                ¿Quién lo pregunta? – interrogó el chico rubio.
-                Manio Druso, amigo y legionario retirado de la misma Legio.
-                ¿Y qué es lo que quieres? – preguntó el otro al tiempo que bajaron sus armas.
-                Darle una oportunidad.
-                ¿Crees que le hace falta? – inquirió arrogante el rubio señalando a los muertos. – Se nos encomendó proteger el ganado y acabar con los lobos, y eso hemos hecho.
-                ¿Una vida sin Honor? ¿Sin un objetivo? Una vida vacía. – opinó sereno.
-                ¿Quieres que trabajemos las tierras de otros hasta que nuestros huesos se quiebren del esfuerzo o morir en las Legii por un César lejano? – habló ahora el moreno, que parecía algo más mayor y sereno.
-                El camino que elijáis, pero que sea provechoso, y yo os ayudaré. Se lo prometí a su padre. – añadió férreo Druso.
Brevemente, cuchichearon entre ellos, sin quitarle ojo al recién llegado. Los chicos eran desconfiados.
-                No creo que ningún caudillo militar quiera que estemos con él. – afirmó taxativamente de nuevo el moreno.
Druso no pudo evitar mostrar sus desiguales dientes en una sonrisa comprensiva y cálida, que contrastaba con los pequeños copos de nieve que empezaban a caer inmisericordemente.
-                Hay uno que sí os querrá.


[1] Carnuntum: fortaleza romana emplazada en la actual Petronell, Austria.

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