Segundo microrrelato de «Gladius et Peplum»

Justa recompensa

El espolón del icarus avanzaba firmemente sorteando las pequeñas olas de un mar que siempre estaba ligeramente picado, no como su cálido mar del sur, al que añoraba poder volver a ver y quedarse en él lo que le restara de vida. Llevaba más de treinta años en la mar y cerca de cinco en el norte. Sus viejos huesos estaban cansados y quería terminar con éxito la última travesía antes de su retiro dorado. Gansa miraba hacia el frente mientras le salpicaban microscópicas gotas en el valiente avanzar de su navío.
Sus dos últimos años habían sido casi perfectos y gloriosos. Los hados le habían sido extremadamente propicios y de cada situación, había sacado el mayor beneficio posible. Por eso, quería dejarlo ya. Había ganado lo suficiente como para saldar su deuda con el prestamista judío de la Galia y vivir unos años sin tener que preocuparse el dinero. La vida le sonreía, pero estaba seguro que el destino le tenía una sorpresa final reservada. Algo distinto. Y eso lo transmitía a su tripulación que se mostraba inquieta ante su jefe, que prácticamente no había hablado desde que partieron de Britania. Además del oro y la plata, el birreme tenía las bodegas cargadas con treinta esclavos, armas, joyas, pieles y más botín en especie que sería vendido en las próximas semanas.
Finalmente, en plena tarde, vislumbraron a Condevicnum[1], su destino, donde los hombres cobrarían su última paga y cada uno iría por su cuenta. Para la maniobra final, los remeros y casi toda la tripulación estaba en cubierta, deseando llegar a tierra. Se impulsaban sólo por la velocidad adquirida y el velamen. Gansa giró sobre sus talones y vio cerca de ciento treinta rostros expectantes. Había galos celtas, cilicios, griegos y un puñado de germanos. También había unos pocos desertores y britanos exiliados entre sus filas. Sus ojos celestes contrastaban con un cielo completamente cubierto, pero que no auguraba lluvia. Se aclaró la voz con una liviana carraspera, para dirigirse a sus hombres.
-                Es el final del viaje. Los últimos instantes. Saboreadlos. – dijo con una voz casi metálica e hizo un silencio. – La Fortuna ha sido magnánima con nosotros, no le demos la espalda. ¡Roma Vincit!
-                ¡Roma Vincit! – respondieron muchos de ellos, con más o menos ánimo.
Gansa sonrió y afirmó con gravedad. Entonces se escucharon como se desenvainaban hojas y el sonido propio de hacer impacto en la carne, la succión al extraerlas y los gritos de pavor. Un tercio de ellos estaban pasando a cuchillo a otro tanto ante la pasividad del resto. La mayoría no llevaban ningún tipo de armas, así que murieron sin gran oposición. Sólo un par que sabían nadar, decidieron lanzarse por la borda e intentar llegar a nado a la cercana costa. Fueron asaetados sin piedad. En dos minutos todo había acabado. La cubierta estaba bañada de sangre y con los cadáveres de casi cuarenta hombres tendidos y saqueados por sus ejecutores.
-                Lanzad los cadáveres al mar. Roma no paga a traidores. – espetó con indiferencia dando la espalda al dantesco espectáculo, solo enrojeciéndose ligeramente su pequeña cicatriz sobre su desarrollado mentón.
Había convencido a los más leales para matar a los traidores. El motivo: la falta de lealtad hacia Roma, de la que él mismo hacía gala. Aunque también muchos pensaron que era para no pagar la soldada, idea que se reforzó cuando prometió un pequeño incentivo a los ejecutores de la matanza. Quizás para Gansa fuese por ambas cosas. ¿Cómo podía dejar vivos a desertores y a enemigos abiertos de Roma, además de recompensarlos? Les había dejado vivir para cumplir una función. Les había alargado su miserable existencia meses o incluso años con una función clara: servir a sus propósitos que confluían con los de Roma. Ese había sido su pago.


[1] Condevicnum: actual Nantes, Francia.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Canon de belleza en Roma

Carreras de cuadrigas en el Imperio romano

Salud y sexo en la antigua Roma