Microrrelato VIII «voces anónimas de la Historia»

La aparición


La vida para algunos sectores sociales ha sido siempre dura y difícil. El designio de donde y cuando nace cada criatura puede llegar a determinar la vida casi de una forma sádica. Hay que tener en cuenta numerosos paradigmas, pero no se puede negar que mujeres, esclavos o minorías empezaban mal su andadura en la Historia. Eso sin contar con el estrato social donde se nacía. No siempre es fácil romper la mala estrella. Se requiere de esfuerzo, cierto talento y el componente principal: la suerte. Hoy hablaremos de cómo una persona fue capaz de cambiar su sino.


Nuestra protagonista se llama Rufina, y era mujer que vivía casi aislada en una casucha en un valle alejado de las rutas comerciales en la cuenca del Ebro. El siglo V d. C no fue el mejor periodo para los habitantes de Europa occidental para vivir ya que a la decadencia manifiesta del Imperio romano hay que sumar las invasiones en oleadas de los pueblos germánicos, las rebeliones bagaudas y el cambio de la meteorología (que incluía una época más fría y con peores cosechas).


La pobre Rufina no había tenido una vida fácil desde que su marido muriese por enfermedad dejándola sola con dos hijos pequeños. Para empeorar más las cosas, poco después fue violada por una banda de Alanos que pasó por la zona, trayendo meses después al mundo una tercera boca por esto. La criatura resultó ser una bendición en todos los aspectos, pero hacía que la situación de los demás se volviera aún más precaria. Además, cada año parecía que las cosechas daban menos fruto y se palpaba la inseguridad cuando bajaba al pueblo. Rufina se preguntaba porqué les castigaba tanto Dios. ¿Qué mal habían hecho para merecer todos esos castigos que también acompañaban a la temida hambre? Sin embargo, Rufina, mostrando un alarde de coraje, no se rindió y se propuso vivir.


Siguió trabajando a destajo su tierra y buscando una oportunidad. Las pocas noticias que le llegaban del mundo exterior a sus campos no eran abrumadoras. Podía abandonar ese lugar abandonado por Dios. Pero… ¿a dónde iría con tres niños una mujer sola? Ningún lugar parecía seguro. Además, esa propiedad era la herencia de su difunto marido y no dejaría así como así. Mejor sola que mal acompañada. El mundo había sido cruel, pero al menos eso le pertenecía. Era su refugio y su orgullo.

A veces, se alejaba hasta un promontorio cercano donde había creado un sencillo humilladero donde rezaba pidiendo sólo que no empeorase más las cosas. «Sólo te pido que no me ahogues más, señor», rogaba Rufina.


Tres veranos después de la visita de los salvajes Alanos, le llegó el rumor de que rondaban de nuevo otras bestias bárbaras por la región. Cierto pánico se creó ya que no había ejército para detenerlos. Rufina continuó su vida normal con el fatalismo propio de las gentes humildes. Todo está consumado. Pasará lo que deba pasar. Con este pensamiento, se sucedieron los días y no veía señal de ellos salvo nubes de polvo en suspensión en la lejanía. Y le agradecía a Dios que así fuese.


Una noche de esas que son más fresca y que indican el principio del fin del verano, escuchó unos pasos fuera de su hogar. Ya estaba dentro del jergón con sus tres hijos, amodorrada, pero saltó como un resorte. El ruido, claro y sin lugar a dudas, provenía del corral, en el exterior. Aterrorizada, salió con una hachuela a plantar cara a los bandidos. Para su suerte, sólo se trataba de un viejo de ropas raídas. Al menos eso intuía por los contornos de la poca luz y la voz del hombre. Con educación y en tono de súplica le indicó que no pretendía asustarla, que sólo era un anacoreta que andaba huyendo de la locura de la guerra buscando un lugar aislado para continuar orando a Dios. Dijo que nadie le daba cobijo y que sólo quería pasar la noche y que al día siguiente continuaría su camino sin molestarla más.


Rufina era devota y ayudó al hombre, pero no sólo eso. Sabía que el mundo podía ser un lugar cruel y que se cebaba con los débiles. Un anciano espigado, delgaducho y, el cual intuía con poca prestancia física, sería objeto de poca o ninguna ayuda. Bajo la tenue luz de los rescoldos, le dio lo que les quedaba del caldo caliente de la cena, un poco de pan, algo de su vino y le ofreció un lugar donde dormir. Parecía que el hombre tampoco veía mucho ya que se ayudaba con un cayado.


La mañana siguiente, con apenas los primeros rayos de luz, la mujer se alzó y dejó al resto reposar un poco más. Fue a buscar agua al río. Nada más salir por la puerta, ocho bárbaros la sorprendieron y la tiraron al suelo. Apestaban a vino y parecía que continuaban una correría nocturna. Ella, aunque pasaba los treinta años, todavía estaba lozana para esa época y era apetitosa para aquellos trotamundos prendados por el alcohol y la lujuria. Los hijos, alertados por las voces acudieron infructuosamente en ayuda de su madre. Golpeados y arrinconados por dos de ellos, Rufina suplicó que hicieran lo que gustasen con ella, pero que a ellos los dejasen en paz. Al menos su hija era demasiado pequeña para ser contemplada como objetivo. Entre risotadas y malas formas, tres de aquellos despreciables, sujetaron a la mujer rasgando sus vestidos con un único objetivo. Hasta que, de pronto, todos quedaron petrificados.


Bajo el umbral del hogar, apareció el anacoreta, ahora con la luz del alba mostrando todos los detalles de aquel anciano. Más alto aún de lo que le pareció en la noche, sus ropajes grisáceos estaban razonablemente limpios y su aspecto cadavérico con la piel pegada a los huesos los hizo a todos estremecerse. Sus pelos, largos y blancos ondeaban con la brisa de la mañana y sus manos huesudas con largas uñas señalaron al que parecía el líder de la comitiva. Sin embargo, eso no era lo que más llamaba la atención y aterrorizaba a la banda. Era su cara. Con el rostro rasurado y la piel tan pegada a la calavera que parecía que los ojos se le iban a salir de las órbitas. A eso se le unía una cicatriz encarnada en ambas mejillas y unos ojos con una pupila totalmente blanca y el resto enrojecido. Un cóctel que creaba una imagen pesadillesca del anacoreta. Sólo era malnutrición, cicatrices de una enfermedad pasada y unas cataratas no tratadas con un grado de expansión que había llegado a unos límites que ninguno había visto jamás. Ante esta visión, una mezcla de miedo, náusea e impresión afloró en los bandidos.


Sólo dijo «dejadla» con una voz casi de ultratumba y que provenía de haberse despertado segundos antes. Arrastrando los pies pesadamente con su cayado como apoyo, tosió con fuerza y mostró sus dientes sangrantes. Un inicio de escorbuto debido a la mala alimentación.


Eso fue suficiente como para que aquellos hombres se sugestionasen y huyesen despavoridos sin llevarse nada ni dañar a nadie. Aquel anacoreta pareció ser la respuesta a las súplicas de Rufina. Curiosamente, la familia, superado el trance inicial de ver su aspecto a la luz del día, perdieron ese asco o miedo a lo desagradable. Ahora entendía Rufina porqué las gentes le cerraban las puertas. Desde aquel momento, lo acogieron en su hogar.


Para colmo de bendiciones, resultó ser una persona de lo más dulce y encantadora, con cientos de historias para entretener a los muchachos, conocimientos que compartir y lleno de palabras amables. El hombre vivió allí lo que le restó de vida, orando desde la mañana hasta la puesta de sol a solas, y pasando las noches con esa familia. Durante diez años, compartieron mucho. Ella le dio alimento, amor y compañía. El, experiencia, sabiduría y también espantó con su aspecto a otros visitantes incómodos que llegaron en los siguientes cuatro años. Hasta parecía que las cosechas habían sido agraciadas con su presencia y aumentaron notablemente.

Una noche se acostó, y nunca más se levantó. Su familia adoptiva, con dolor, lo enterró en el cementerio familiar como uno de los suyos. Rufina y sus hijos, prosiguieron con su sencilla vida pero sin más sobresaltos. Los tres hijos se casaron y tuvieron hijos con vecinos de la comarca.

Sin embargo, los cuatro miembros de la familia siempre tuvieron la impresión de que todo cambió desde que llegara a sus vidas. Como si estuviesen protegidos. Parecía que el anciano se había llevado los peligros de este mundo para ellos. Parecía una gracia o un regalo del anacoreta. Y en aquellos tiempos, era mucho. Quizás fuera casualidad, quizás fue Dios, o quizás fue el poder del Amor.


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