Pogromo de Sevilla 1391 (IV)

«Bautismo o muerte»

Habían pasado horas desde que la amoral pareja comenzara su camino de rapiña por la judería en medio de la carnicería y los atropellos. Sin embargo, parecía que todo se estaba apaciguando progresivamente. La furia inicial estaba menguando por el cansancio y la pérdida de esa furia irracional que se difumina con el pasar de los minutos. Y eso no era bueno para el negocio.

Cerca de las factorías de tintes, se encontraron Inés y Bernardo con sus asnos relativamente bien cargados del botín, saludándose con frialdad. Pero siempre podían llevar más. Algo más. En su búsqueda de mayores trofeos, en una plazuela abierta, los buenos cristianos se estaban aforando más y más en torno a un fraile que gritaba una consigna muy clara que replicaban muchos otros.

- ¡¡¡Bautismo o muerte!!!

Las gentes, más calmadas tras unas pocas horas de desfogue, robos, ultrajes y matanzas, coreaban al fraile dominico. Y le traían presentes: familias enteras de judíos, muy distinguibles por sus ropajes y actitudes de terror. La venganza estéril y los abusos requerían de una justificación y un apoyo institucional. Y que mejor que un religioso para limpiar las consciencias para que sus execrables actos estuviesen libres de toda mácula. Para engañarse a sí mismos y que no pensaran en ello cuando fuesen al lecho.
Inés y Bernardo miraron con especial atención a una judía que abrazaba a sus tres hijos con un llanto inconsolable. Las decenas de personas que se estaba reuniendo para ver el espectáculo, reían mezquinamente o los consolaban sádicamente mientras ellos pedían clemencia y compasión. Lloraban por muchos motivos. Lloraban por la matanza de amigos y familiares, lloraban por el debacle de su hogar y economía doméstica, lloraban por su futuro incierto, lloraban por su seguridad y la de los suyos, lloraban por ser obligados a abandonar su fe y, también lloraban por las almas de sus atacantes, por el grave pecado que cometían contra el mismo Dios que decían servir. Además, las conversiones forzosas no erradicarían el problema. Al revés, creó uno nuevo: los criptojudíos (también llamados conversos, falsos cristianos o cristianos nuevos). De nuestra pareja protagonista sólo obtuvieron indiferencia mientras decidían dar una última batida antes de que fuese demasiado tarde.
Con más calma, seguían buscando en calles secundarias, esperando encontrar algo que la turba hubiese pasado por alto. Metiéndose por una estrecha calle, escucharon susurros en la extraña lengua de los hebreos. Inés, como el zorro que huele a sus presa, se relamió los labios e incitó a su marido a seguirla con sigilo. Su sorpresa fue mayúscula.

Encontraron a una familia de tres miembros: papá, mamá e hija. A ésta última, la estaban haciendo comer pan con las pequeñas joyas de la familia dentro y así facilitar su ingesta. Amenazando a todos con sus armas, los arrinconaron y tomaron todo lo que quisieron de la casa. Incluidas las pocas joyas que restaban. Aterrorizados, los judíos no movieron un músculo. Cuando hubieron terminado, Inés se giró hacia su marido.

- Quedan joyas ahí dentro. – señaló la panza de la niña. – ¡Sácaselas!

De repente, la familia gimió, suplicó y se arrodilló pidiendo misericordia. Inés «la charlatana» siseaba ordenando silencio mientras mostraba su cuchillo de montería manchado de sangre a la familia. Les prometió que los mataría a los tres si no callaban. Bernardo parecía haberse convertido en una estatua de sal.

- ¿A qué esperas con esa cara de bobalicón? ¡No tenemos todo el día! ¡Hazlo de una vez!

«El velloso» tenía la afilada hachuela en la mano y una saca con el botín en la otra. Miraba a la niña a los ojos, pero ésta, no lloraba. Unos ojos marrones como la madera y dulces.

- Ya tenemos suficiente. Déjalos.

La mujer no salía de su sorpresa. Su marido, más animal que persona, necio y sin corazón, se arrugaba por primera vez. Y no cumplía sus mandatos.

- ¿Qué te pasa? ¿Qué clase de hombre eres? ¡Saca toda el oro de sus entrañas y viviremos como reyes!

Bernardo volvió a mirar a su mujer e intercambió una mirada con la niña, que no apartaba su mirada, casi desafiante. Pero no con miedo, si no con lástima. La misma lástima que había visto en la mujer de la plazuela. La lástima que era como un espejo: veía toda la inmundicia y la cobardía de él mismo en esos ojos. Sintió vergüenza, por primera vez en su vida, y un arrebato de conciencia vio la luz.

- ¡Hazlo tú misma! – esputó lanzando su hachuela a los pies de ella y dándose la vuelta saliendo por la puerta de la casa sin mirar atrás.

Fue la última vez que vio a su marido. Inés, quedó estupefacta. Si había algo que no esperaba que pasara ese día era aquello. Había encontrado un alma gemela que no tenía escrúpulos y que podía recorrer el mundo sin sentirse sola. Después de más de veinte años, pasó lo inesperado. Ese hombre simplón se había vuelto contra ella. Tan afectada se quedó, que Inés tampoco pudo abrir en canal a la chica, abandonando el lugar sin pronunciar palabra unos minutos después. Era de dar órdenes y ver inmundicia, casi con placer. Pero prefería que fuese su marido quien ejecutara sus ideas y se manchara las manos. Al menos en frío.






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